jueves, 9 de noviembre de 2017

PASAR POR SALENTO

PASAR POR SALENTO

Para ir a ver los bosques de palma de La Ceja y El Tochecito hay que pasar por Salento y subir hasta cruzar a la vertiente oriental de la cordillera, donde se encuentra esta maravilla de territorio del municipio tolimense de Cajamarca, de apretados bosques de las más imponentes palmas quindianas que sobreviven entre empinados potreros de ínfima ganadería que todavía permiten “patrasear” el proceso y recuperar una buena porción de lo que bien puede ser uno de los más exclusivos ambientes del planeta. Sin exagerar. Es el momento de recuperar aquellos bosques únicos, y estando allí se reafirma la necesidad que había de frenar el famoso proyecto minero de La Colosa, precisamente por esos lados.

Las elevadas Palmas de Cera estaban cargadas de frutos en racimos del color de la candela, y por tanto los pájaros andaban de fiesta. No se dejaron fotografiar los famosos loritos Orejiamarillos, pero sí los vimos, y como dicen los pajarólogos, tuvimos su registro auditivo, que también vale. Las demás aves parecían encantadas de vernos y les hicieron show a las cámaras. El Cacique Montañero, azabache y amarillo, pariente de la Calandria y la Oropéndola; el colorido y travieso Carpintero Carmesí que nos cansó de verlo saltando de un arbusto al otro en un barranco; y un par de rapaces que ni se inmutaron con nosotros a unos pocos metros, en las copas de los árboles que por las pendientes de la ladera quedan al nivel de la carretera. Una joven Águila Paramuna y un vigoroso Gavilán Caminero, o Pollero, vigilando sus dominios.

Para ver esas maravillas vegetales y observar las aves que las habitan y respirar su aire exquisito hay que pasar por Salento; y ahí está el  problema si es un domingo de puente festivo o temporada de vacaciones, porque el bello pueblo se colapsa con la multitud de visitantes que llenan hasta su último rincón del poco espacio que dejan los carros y las camionetas y los buses en que llegan. Tumulto que se extiende hasta el valle de Cocóra.

De venida, porque no había paso para salir por Cajamarca como era el propósito, nos tomó una hora atravesar de nuevo aquella población, donde se armó un monumental enredo de vehículos, los unos bregando a entrar y los otros a salir. Tenaz.

Qué belleza de pueblo es Salento. El lugar privilegiado que ocupa, asomado sobre la cuenca del rio Quindío y la ondulada zona cafetera a los pies de la cordillera. Su arquitectura bien conservada de esplendoroso colorido y amplios aleros; y su plato icónico de trucha de la región, frita, asada o al gratín sobre un patacón tostado más grande que la bandeja. Qué buenos sus hospedajes de todas las categorías y qué delicia de clima. Pero qué gentío.

Uno se pregunta cómo serán las cosas en sus entrañas sanitarias, y si resistirá la infraestructura con todo lo que requiere tal multitud allí de paso. ¿Cuánta gente cabe en Salento? ¿Cuántas personas y cuántos automóviles pueden llegar hasta Cocóra sin poner en serio riesgo la tranquilidad y la pureza del ambiente?



Yo siempre había mirado con envidia el gran desarrollo del turismo en nuestro vecindario, particularmente en el Quindío, y protestaba por el descuido de Caldas con respecto a su provincia en esta materia, con semejantes pueblos y semejante geografía; pero ahora, luego de tener que pasar por Salento en un domingo de puente festivo, hago fuerza para que aquella avalancha humana que lo invadía no se entere de que existen Salamina y Aguadas y Marulanda y Samaria y Pensilvania y etc. etc. etc.

domingo, 22 de octubre de 2017

NINGÚN DON DARÍO

NINGÚN DON DARÍO


         Cuando Maduro regresó de su diligencia, con salchichón y panes, los otros ya se habían bajado para el apartamento empujados por el frío de esa noche, iluminada por una luna esplendorosa pero helada.

         –Ando todo paranoico con ese personaje ¡qué güevonada! No se me quita que era él en ese ascensor, con tres culicagadas–¿Dónde? ¿cuándo? ¿Matíz?– le preguntó El Profe, intrigado como siempre y obsesionado con lo que les había oído a las niñas y las cosas que estaban ocurriendo.
         –Ahorita, en el edificio morado, por La Catedral; subieron al último piso y yo creo que para allá también iba la merca que llevé. Lo que pasa es que no dejan pasar de la portería, un man todo aletoso. ¿Usted no sabe Profe qué duros tienen oficinas ahí? un tal don Darío–.
         Claro que sabía pero no le dijo nada. Disimuló con más preguntas... –¿El morado nuevo? ¿Tres sardinas? ¿Buenas?–
         Y claro que podía ser Matíz el del ascensor. Las oficinas no eran de ningún don Darío, eran las del célebre doctor DD, Dimas Dávila, casi nada. El joven heredero del mayor poder político en el Departamento. Y podía ser Matíz porque se conocían, también en la universidad, donde Dávila había sido uno de esos alumnos eternos dedicados a la politiquería y a la intriga, que había comenzado adueñándose de ésta por medio de artimañas electoreras, patinando entre distintas carreras y especulando con créditos académicos, al tiempo que lo hacía en la calle entre los directorios locales llevando y trayendo patrañas. Muertos o en la cárcel sus poderosos patrones, era inmenso el poder que ostentaba y sin fondo su fortuna personal alimentada sin medida por la teta pública, por su buena porción del pastel presupuestal al que sumaba sus innumerables y valiosas propiedades de las que alardeaba con el fajo de escrituras que guardaba en la caja fuerte, conseguidas a punta de leguleyadas y lapicero. Había ocupado por cortos períodos varios puestos directivos en las empresas públicas más importantes y se aseguraba que iba a ser alcalde.
        
         No comió pero les dijo a las niñas (quienes “muertas de hambre”, como siempre, se habían abalanzado sobre el mecato) que le guardaran. Cogió una de sus cobijas, se la puso en los hombros y mientras salía le dijo a Maduro que subieran a la terraza: –tengo que hablar una cosa con usted, llavecita. Pero primero vaya por más roncito ¿sí? media, que después cuadramos. Para este frío tan hijueputa–.

jueves, 5 de octubre de 2017

LAS RUINAS DE ATALAYA

LAS RUINAS DE ATALAYA

La Horqueta es un caserío sobre la carretera entre Tocaima y Viotá, al sur de la provincia del Tequendama en Cundinamarca, a orillas de la quebrada La Cachimula; por la cual no bajaba una gota de agua cuando por allí pasamos hace unos meses, haciendo peor la sequía que azotaba aquella ardiente región semi desértica. El nombre del lugar lo determina el ramal de carretera que allí se desprende hacia el sur y por el cual es posible salir otra vez a Viotá, o a Facatativá por Tibacuy.
En La Horqueta nos dejaba el bus y había que echar pata hasta la finca de los primos en lo alto del farallón que delimita la provincia con la de Sumapaz, y que hoy está sembrado de antenas de telecomunicaciones. En aquella época, varias décadas atrás, La Cachimula llevaba buenas aguas, y en las tierras bajas de la finca, que bordeaba, formaba una bella laguna a la cual caía en un salto, y cuyas orillas estaban tachonadas de fósiles que abundan en aquellos territorios.
La casona le hacía honor a su nombre de Atalaya, pues desde sus corredores de chambrana se dominaba toda la región; un paisaje particular que evoca la obra pictórica del maestro Gonzalo Ariza; y arriba, al fondo a la derecha, por las tardes comenzaba a brillar en el cielo el reflejo de Bogotá.
Allí pasábamos meses de vacaciones inolvidables, sin luz eléctrica y haciendo vaquería a lomo de mula, recorriendo los empedrados caminos coloniales en los que se hallaban a veces grandes piedras con pinturas jeroglíficas precolombinas, y con cosas tan insólitas como una tumba cercada con cadenas en la mitad de los cafetales, con frecuencia visitada por grandes tarántulas rojizas. Se decía que allí reposaban los restos de una de las víctimas de la violencia de mediados del siglo veinte, a quien habían lanzado desde el cerro.
Violencia que cesó por muchos años, hasta cuando en los ochenta aparecieron de nuevo, primero la guerrilla y detrás de ésta los paramilitares. La Horqueta fue escenario de una de las peores masacres de la época cuando fueron asesinados catorce vecinos en una sola noche, y más tarde, arriba en La Cajita, hubo un combate repleto de muertos cuando los subversivos tenían una reunión con los habitantes en la escuela.
Demasiado terror para aquella especialísima región de campesinos arraigados, trabajadores de la tierra y amantes del guarapo y de los gallos de pelea, quienes en las épocas de nuestras vacaciones nos recibían amables en sus ranchos y contaban sus historias con espontánea generosidad. Jugábamos tejo con ellos y nos invitaban a las riñas que incluían mucha cerveza caliente y piquetes de gallina con yuca, papa y ají de huevo duro, servidos sin vajilla ni cubiertos sobre grandes hojas de plátano.
La finca ya no pertenece a los primos, y la inmensa casa de tres plantas con secadero de café en el zarzo se quemó por accidente hace varios años. Sólo quedan las ruinas de sus robustos cimientos de ladrillo, entre las cuales se distingue un horno enorme que producía el calor para un curioso sistema de secado del grano, consistente en unos talegos largos de fique que colgaban hasta el piso y se llenaban con los granos mojados para que los recorriera el aire caliente en un cuarto cerrado. Arriba el piso estaba lleno de agujeros por los cuales se llenaban aquellos chorizos de yute. Los churumbos.
A visitar aquellas ruinas y a saludar a quienes por allá todavía sobreviven fuimos a principios de este año. La noticia buena es que la parte alta de la región, donde ya prácticamente no hay café pero persisten los grandes árboles que hacían de sombrío, y donde apenas se cultivan de manera precaria algunos productos, está siendo convertida en reserva forestal con el fin de recuperar el agua para las secas tierras de abajo.

  

lunes, 25 de septiembre de 2017

POLVO ZOMBIE

POLVO ZOMBIE

         La idea fue de La Pispa.
         Ya habían utilizado varias veces la burundanga y la tenían dominada. Maduro y La Pispa para los atracos con Marlene, ya sin tanto combo ni alboroto; y Ágata con sus cuchos en carro, que había  reactivado luego de un largo receso desde el enredo con lo del ex gobernador en la salida para Arauca (hecho aquel que finalmente no pasó a mayores porque la negra fama del tipo y su licencioso historial hicieron considerar la suya como una muerte natural). Con el descubrimiento del Polvo Zombie se aseguraban el éxito de las operaciones sin riesgos ni violencia. Pilado. Sin mayor esfuerzo drogaban a las víctimas y las convertían en robots de carne y hueso.
         Al Profe le comenzó a sonar la cosa de inmediato. Estaba convencido de la relación directa del carnicero con la muerte de su papá, y de lo que ahora se podía hacer con el tipo para descubrir sus enlaces y a quienes lo habían contratado.


         De la escopolamina lo único que no conocía era que sus compinches la estuvieran utilizando; pero esta vez, en lugar del estremecimiento que le provocaban sus andanzas ilegales, descubrió al instante que era precisamente esa vaina y ninguna otra, la manera perfecta de caerle a Matíz.
         Aunque nunca la experimentó, desde muy joven había comprobado de primera mano sus efectos desastrosos cuando a un amigo le habían dado, dizque por joder, una pepita que le ofrecieron como maní africano, la cual se tragó sin dudarlo y fue suficiente para que al otro día estuviera la mamá desesperada llamando a los compañeros del adolescente para averiguarles qué podía pasarle, que había llegado tan raro por la noche, empendejado, y ahora no había manera de bajarlo de encima de un armario dónde pasó la noche.
         Otro la probó, y nunca supo si por voluntad propia o engañado, en el famoso festival roquero de Ancón, al sur de Medellín, y apareció a los dos días en Manizales, sin la menor idea de cómo ni por qué, aparte de las señas en los zapatos y la ropa de que todo lo había hecho a pie. Y uno más, que sí lo hizo de curioso, deambuló tres días por la ciudad sin reconocer a nadie y hablando solo. Ninguno de ellos recuerda nada de aquellas horas.
         Luego se volvió común su utilización en los bajos fondos como la forma perfecta del atraco, y se hizo más amplia la información sobre la planta, sus derivados y sus efectos.

 

         El Cacao Sabanero, quizás la más peligrosa de las drogas en la calle, es el producto de las semillas del Borrachero o Trompetas de Ángel, un bello arbusto tropical común y silvestre, de  grandes flores  como cornetas blancas, amarillas o rosadas. La Brugmansia, una solanácea de múltiples nombres comunes y diferentes usos desde medicinales hasta criminales pasando por rituales chamánicos e, increíblemente, recreativos, especialmente por ociosos incautos que ignoran sus efectos demoledores. Pero la peor parte la llevan las víctimas inocentes, drogadas de múltiples como sencillas maneras por inescrupulosos delincuentes, y convertidas en entes humanos con todas sus facultades funcionales menos la conciencia y la voluntad. Como hipnotizada, la persona queda a merced de quien quiera manipularla, responde lo que se le pregunte y actúa como se le ordene, sin reticencia. Un arma macabra, el Aliento del Diablo.


miércoles, 6 de septiembre de 2017

LO OTRO



LO OTRO

         Maduro se tenía que ir. Se paró de pronto y salió volado, luego de pedirle espacio al Profe en la puerta. –Yo me tengo que abrir... ¡ojo! Profe, ábrame paso– cogiéndolo del antebrazo con suavidad –¡qué falla! después hablamos, después hablamos– Y ya desaparecido por el roto del piso y muy pasito –Un cruce delicado, a lo bien–. Ya sabía lo que estaba contando La Pispa sobre las güevonadas de la flaquita de que se iba a morir y que “las honras fúnebres” y que tales. Si hasta había estado dizque reservándole el local del bar al cucho del Rayito para el velorio y no sé cuantas.
         El tal cruce era llevar un “servientrega”, como les decía a los domicilios de droga que les hacía a los clientes encorbatados de Romano. Delicado, porque éste era para uno re duro. Habían quedado de recibirlo en la portería del edificio en el centro, temprano por la noche y ahí mismo darle el billete, incluida su comisión.
         Mientras esperaba en la puerta de la vidriera vio abrirse sobre el vestíbulo bien iluminado, el ascensor con un man y tres viejitas que le recibieron al portero una bolsa de supermercado, que revelaba botellas; se volvió a cerrar y siguió para el doce. Entró Maduro y en el mostrador se sacó de la bragueta el paquete de plástico que el portero metió en un sobre de manila luego de haberle entregado, contados, varios billetes. Estuvo tentado a preguntarle por el tipo con las sardinas en el elevador, que no pudo ver bien pero se le pareció tanto a Matíz. Un destello de sensatez lo dejo callado y se quedó con semejante duda. Y la de quién era el de arriba, Don Darío, cómo lo llamaban en clave para las entregas, que ya eran varias. Pero nada que lo delate más a uno que la preguntadera... boleta pura. Así de sicosiado estaría.


         Maduro se fue y La Pispa le comenzó a hablar con más frescura a la flaquita para calmarla de la rabia con ella por estar contando lo que todos sabían; hasta El Profe, que había oído algo pero seguía pidiendo detalles de todas esas locuras de irse a escoger en la diecinueve las telas fosforescentes en que la envolvieran para enterrarla, y el color de las veladoras en la tienda de Los Agustinos. –Si ve que no pasa nada, flaquita. Es por su bien. Ya que no está Maduro dígale al Profe lo otro. Tenemos que confiar en este bacán, Agatica...–

         Lo otro era que donde Matíz no habían sido las cosas como ella les dijo –pero Maduro no puede saber Profe, júreme. Usted sabe cómo es ese niño de atravesado... Yo a ese man no le pregunté nada, mentiras. Yo me lo estoy es calentando–.