sábado, 29 de julio de 2017

EL BACÁN DEL LAGO CARDIEL

EL BACÁN DEL LAGO CARDIEL


El tipo conversaba y conversaba animadamente mientras prendía los fogones, preparaba utensilios y sacaba como del sombrero frascos, quesos, embutidos, vasijas y bandejas con diferentes manjares que iba sirviendo en la larga mesa de la bodega que había sido establo y esquiladero de ovejas, ahora convertida en agradable refugio, restaurante y hasta museo de historia natural lugareña. 
Muy elegante con chaqueta de paño, botas de cuero, bufanda y sombrero de fieltro nos había recibido amablemente en el portón –al cual habíamos arrimado el campero para evitar el ventisquero– en compañía de Anastasia y Heriberto, dos guanacos amaestrados que metieron sus cabezas de camello cuando abrimos las puertas, y sin darnos tiempo de preguntar y casi ni de saludar ya nos tenía instalados en la mesa –las peludas mascotas se quedaron afuera, en su elemento, al principio curioseando a través de los vidrios de la puerta y luego mordisqueando la vegetación de los alrededores–, llenos los vasos para el almuerzo que dábamos por perdido desde hacía varias horas. Porque estábamos demasiado lejos, de todo.
Bajábamos a principios de enero del 2003 por la Ruta 40, la carretera que recorre el occidente  de Argentina desde Bolivia hasta el Estrecho de Magallanes, paralela con los Andes, en uno de sus trayectos más desolados entre Bariloche y El Calafate, cuyos cientos de kilómetros sin pavimento nos habían destruido una de las llantas, y dejado en manos de las otras maltratadas y sin dónde remplazarlas, y muy escasamente dónde remendarlas o conseguir segundazos de montallantas en los escasos poblados semi fantasmas que aparecen en el mapa y que a veces no pasan de ser una sola construcción de madera, cerrada, estremecida por el viento y donde hay que llamar muy fuerte para que se asome alguien a decirnos que al menos que sea una emergencia sigamos nuestro camino y que no, que no hay ni comida, ni combustible, ni mucho menos llantas.
En los alrededores del bellísimo lago Cardiel, de color turquesa, habíamos encontrado el aviso de Siberia, tan apropiado, que anunciaba hospedaje y comida y una flecha señalando la estrecha vía que se perdía detrás de una colina. A quinientos metros llegamos a la estancia con corrales, el galpón y una pequeña casa en medio de onduladas estepas, con vista sobre el lago majestuoso.
Más por prudencia, por lo que presentíamos sería una cuenta dolorosa por tal cantidad  y variedad de delicias, le pedíamos al personaje que se contuviera de ofrecernos más exquisiteces, que ya eran mucho más que suficientes. Contamos catorce viandas diferentes entre  carnes frías, escabeches, asado de cordero, cerezas en aguardiente y vino de la casa; y cuando tímidamente le preguntamos que cuánto le debíamos nos contestó que ¡absolutamente nada! que cómo iba a cobrarles un almuerzo a personas que venían desde doce mil kilómetros a visitarlo.
Fue este bacán quien nos recomendó desviarnos a El Chanten, al pie del monte Fitz Roy y del lago y glaciar Viedma, sitio espectacular al que llegamos pinchados, metiéndole aire a la llanta con un pequeño compresor de batería, de noche, y donde fuimos bien atendidos, especialmente por el llantero, igualito a Maradona.


viernes, 14 de julio de 2017

QUE COME GENTE

QUE COME GENTE

         Desde que aparecieron las sardinas por el hueco en el piso de la diminuta plataforma de cemento, Maduro se enroscó con las piernas encogidas y recostado contra uno de los tanques, y sólo levantaba la cabeza para recibir el cigarrillo que a la segunda vez ya no compartió con nadie sino que se lo consumió de tres o cuatro aspiradas profundas, como si se quisiera tragar toda la atmósfera de la tierra de un solo jalón.
         El Profe se terminó la comida y bebió y les pasó ron de cajita que había sacado del bolsillo de la chaqueta y saboreó con deleite.
         –Estábamos hablando de ustedes–, dijo por fin para poner el tema antes de que se le volvieran a desaparecer y se perdiera la oportunidad. Maduro levantó la cabeza con los ojos muy abiertos reclamándole con el gesto, pero El Profe lo calmó con otro suyo que le hizo con las manos y un guiño. –O mejor dicho de vos Flaquita, que nos tenés muy preocupados, bizcocha. ¿Qué es el cuento con ese tipo, ah? vos sabés muy bien Ágata que los cuatro vamos para las que sean, y los problemas los tenemos que compartir y arreglarlos entre nosotros, en confianza. Es lo único que nos puede mantener asegurados entre todo este mierdero– Le hablaba con el cariño y en el tono bajo y tranquilo que le habían hecho siempre un efecto sedante y de seguridad a la muchacha, quien realmente estaba calmada y no reaccionó en absoluto con el asunto. –Que bah hombre Profe, fresquéese. No pasa nada... Qué le puede hacer a uno un güevón de esos... Yo le caí porque Marlene dice que es el único que puede dar razón de lo de mi cucha. Usted sabe que yo en eso voy es con toda. A lo que pase–.        
         Maduro se había puesto las pilas y los oía y los miraba con atención y era como si cogiera impulso para meter la cucharada.
         Ágata siguió hablando como para desviar el interés –El hijueputa trató de mandarme la mano cuando llegué, de una, sin contestarme el saludo ni nada... pero lo paré y me le salí para el andén. Ahí fue que le pregunté, pero el man se me hizo el loco, y todo meloso me dijo que ni idea, que por qué tan raro la pregunta; y yo le metí que le estaba preguntando lo mismo a todo el mundo, para que no se me timbrara... y esa pinta todo arrecho, hablando morbosidades. ¡Gás!–¿No pasa nada? Flaquita ¿No pasa nada?– Le preguntaba Maduro impaciente. –Hasta caníbal dicen que es ese perro. ¡Caníbal! Mamita, que come gente. ¡Cómo será!–Hable pasito, llave, que abajo se oye todo– lo interrumpió El Profe y le hizo señas a La Pispa para que le pusiera la tapa a la entrada. –Cierre ahí Pispita. Venga a ver, hermano, usted de qué está hablando– lo cogió con fuerza del brazo –eso es muy delicado, Maduro. Cuente...–
         La Pispa sintió pavor por primera vez en su vida.           


EL DÍA DE LOS INTERNOS

         El día de los como setenta estudiantes del internado comenzaba todavía de noche con un campanazo retumbante seguido de una jaculatoria en latín que gritaba un cura a todo pulmón, y que en el mismo tono debíamos contestar todos mientras saltábamos como soldados de los catres alineados a lo largo de las paredes del  dormitorio, adosados a una banca continua sobre la que se encontraban los baúles con las pertenencias.
         En silencio absoluto y sincronizados teníamos que tender las camas, meternos a las heladas duchas al aire libre, vestirnos y salir, después de haber formado milimétricamente entre las hileras de camas, directamente a la capilla para la misa diaria, aún en latín y muchas veces entre humos de incienso, música de armonio y cantos litúrgicos. Ocasión en la que se hacía más obvia la diferencia abismal entre los seminaristas, poseídos de vocación sacerdotal,  que alcanzaban con frecuencia  verdaderos estados de éxtasis místico, y los “reclusos” que estábamos allí precisamente por motivos opuestos, castigados por problemas académicos y disciplinarios (así, y a garrotazos, se manejaban los problemas de aprendizaje y los síndromes de conducta en aquellas épocas de bárbaras naciones) quienes recitábamos de memoria como un sonsonete lo que hubiera que rezar para pasar inadvertidos ante la celosa vigilancia de tres o cuatro curas, que parecían siempre más interesados en pillarnos infringiendo las normas que en la misa.
         Luego de esta venía el desayuno siempre igual de aguado chocolate, frío como todas las mañanas de aquel pueblo del antiguo Caldas, acompañado a veces con arepa y casi siempre con una vieja tajada de pan. Los Domingos una galleta a manera de ñapa, y muy de vez en cuando un huevo duro.
         El comedor ocupaba todo un lado del primer piso de la vieja casona, con seis largas mesas en dos hileras, y remataba en los extremos con tarimas más altas donde hacían ángulo recto con las nuestras las de los curas. En el centro del salón, al frente de la puerta, el mueble giratorio de madera por donde pasaban las comidas desde las cocinas atendidas por monjas y novicias a quienes jamás les vimos las caras.
         Mientras nos comíamos tan precario desayuno, también en absoluto silencio y escuchando la lectura que desde un pequeño púlpito hacíamos todos por turnos semanales, nos pasaban por las narices las bandejas con el espectacular desayuno  de los curas:  espumoso y humeante chocolate con leche, cacerolas con huevos fritos o en perico, arepa con mantequilla y queso, y variedades de parva recién horneada... El nuestro mejoraba un poco en ciertas ocasiones de fiesta o de visitas especiales, y era entonces que aparecían el apreciado huevo duro y la galleta de encima.
         Por fortuna estaba la posibilidad de alimentarse con comidas que llevaban las familias en los días de visita, y que debían almacenarse sobre la mesa, a la vista de todos. Comisos que constantemente eran saqueados por algunos personajes de los bajos fondos, como un par de pintas de Dosquebradas, quienes para el efecto se desempeñaban como verdaderas ratas... A estos los habían expulsado, al uno porque nos atracó a mano armada en una caminata, y al otro por herir con navaja en una riña al negro Castillo; pero los volvieron a recibir en vísperas de las finales del campeonato inter colegiado de fútbol. Para reforzar el equipo... El padre M. salió una tarde en la  camioneta y volvió más tarde con el par de flechas sin que sobre el tema se dijera nada. Quedamos campeones, gracias al buen juego y a los cobros impecables de adivinen quiénes.