miércoles, 14 de marzo de 2018

TRES ALMUERZOS




TRES ALMUERZOS

         Juan Bautista Matíz se desapareció sin decir una sola palabra y sin que ninguno de los contertulios se atreviera a preguntarle nada. Se paró del pequeño escritorio, se quitó el delantal y lo colgó de uno de los cachos del cráneo de novillo pegado en la puerta que da a sus dependencias privadas, por la cual entró y cerró con doble llave. Subió al apartamento de dos piecitas y un baño, encima del negocio que ocupa todo el frente del primer piso de la modesta casa  en la mitad de la cuadra de las carnicerías.
         A los otros pareció no sorprenderlos ni hubo comentarios cuando lo vieron escabullirse. Presumían que se trataba de una más de sus neuras recurrentes en las que dejaba un encargado de las ventas y de contestar a quien lo preguntara que estaba arriba y no disponible para nadie. Como por un acuerdo tácito, uno a uno los vecinos y los patos de todos los días fueron saliendo del local para regresar a sus negocios o pasarse para otra tertulia aledaña. De Matíz no se decía absolutamente nada y si mucho se lanzaban miradas fugaces hacia el par de ventanitas enrejadas del segundo piso. Ninguno sospechaba siquiera que en ese mismo momento, sobre la avenida al otro lado de la manzana, salía el personaje por el taller de motocicletas, metido entre un casco y un overol de mecánico en una moto de mediano cilindraje y con El Caleño de parrillero.
         A los veinte minutos estaban en Chinchiná. Atravesaron el pueblo hasta los lados del cuartel de Bomberos y se metieron por un portón de lata blanco con adornos dorados al patio interior de una casa del sector.
         El Caleño volvió a salir al poco tiempo, y Matíz conversaba con las muchachas desde una silla de plástico en el comedor mientras se tomaba un pocillo grande de café con panela. Se había quitado el overol y se quedó con un amplio pantalón de baño, una camiseta de franela que le resaltaba la barriga y unas chanclas de piscina.
         Desde el día anterior había ordenado que le prepararan un sancocho de gallina gorda. Esperaba para almorzar a sus socios de Armenia, Los Médicos Invisibles, y ya la casa estaba impregnada de provocativos aromas que le hacían agua la boca.


         A esa misma hora El Profe, de aspecto impecable y muy elegante, tomaba el ascensor para subir al piso 12 del edificio morado, a una cuadra de la Catedral de Manizales. Iba a almorzar con su nuevo mejor amigo, el doctor D.D. Habían planeado hacerlo en un pequeño restaurante de mariscos que recién funcionaba por los lados de Bellas Artes, que El Profe descubrió por el encanto que le causó la corpulenta morena de rasgos perfectos que lo regentaba desde la cocina abierta, donde sólo preparaba dos o tres platos de la mejor comida del Pacífico. Pero cambiaron los planes porque D.D. esperaba una llamada y decidieron pedir a domicilio y comer en la mesa de juntas que con un par de sofás y el gran escritorio hacía parte de la espaciosa oficina. El Profe le pasó a la joven y atractiva secretaria de Dávila Duque la colorida tarjeta, sobre cuyo fondo de paisaje costero con una palma de coco se leía en letras rojas: Restaurante La Palmera, un número telefónico y debajo: Domicilios sólo para el centro. A los cuarentaicinco minutos les servían, muy bien dispuesto con mantel y vajilla y copas de cristal para el vino helado, un aromático y apetitoso encocado de cangrejo con arroz blanco y patacones.



         Y al mismo tiempo, a más de cien kilómetros de Manizales, en una amplia y muy fresca casa campestre, a la sombra de un par de samanes de una finca ganadera por los lados de Guarinocito, en La Dorada, Ágata y La Pispa se sentaban a la mesa para el almuerzo con  la dueña, Nica Ramírez, la única heredera de ésta y otras importantes propiedades y que es la mejor amiga, la ex amante y ahora la cómplice del Profe en lo que para ella es una exótica aventura que la tiene apasionada. Ágata no paraba de relatarle a la todavía muy bella hacendada lo que habían hecho en la mañana mientras ésta hacía diligencias y algunas compras en La Dorada, acompañada de su chófer y guardaespaldas; al tiempo que les servían primero la sopa de moneditas de plátano con arepas redondas calientes y picado de yerbas, un seco de chuletas de cerdo, papas criollas al horno, arroz y ensalada, y de postre leche del ordeño con gelatinas blancas.

martes, 27 de febrero de 2018

LAS HUELLAS DE PONCHO

Más que sobrino mayor Poncho Mejía era mi llave, uno de mis parceros. Y con el tiempo se fue convirtiendo también en uno de mis héroes, a medida que fue haciendo su vida lo que fue. Una vida como los cánones mandan, con todas las de la ley. Una vida con éxito, impecable, aventurera, vivida con sensibilidad y con buen gusto.
Una vida bien administrada y frenética, como las de quienes saben que será corta, que morirán jóvenes, como mueren “los preferidos de los dioses”.
Siempre lo consideré como un hijo, a pesar de los celos de mi hermano Pablo, y casi que de su desaprobación, dado que siempre controvertimos y no me consideraba la mejor compañía para su único hijo. Pero Poncho fue mucho más hipi que lo que su papá hubiera querido, y por compatibilidad fuimos amigos desde que siendo un niñito me acompañaba a caminar por los alrededores de la finca de mis padres, sus abuelos, en donde gobernaba con un sombrero de vaquero y un bastón perrero. Recogía todo tipo de bichos para que se los identificara, y había que prevenirlo para que no fuera a echarle mano a una rabodeají o a un gusano pollo.
Con esa misma curiosidad vivió sus andanzas, ensayando deportes extremos y probando cuanta comida exótica le presentaban en las calles o en donde fuera. Comió hasta alacranes, y le dijo que no a las tarántulas pero no por escrúpulos sino por la rara fobia que les cogió después de que jugaba con ellas en la infancia. Tal vez lo traumó un episodio con una muy grande que descubrió cerca de la cabeza del abuelo, quien hacía la siesta. El jaleo que se armó, casi en silencio para no despertar al cucho (a quien le hubiera dado un infarto, del pavor que les tenía) y sacar ese animal, debieron impresionarlo.
Fobia que llegó a su culmen una noche que pasaron en la selva cerca de Leticia, Amazonas, con Ana, su novia de entonces, y un caminante holandés, cuando los dejó solos el guía indígena, dizque para bajar a pescar, y tuvo Poncho la pésima idea de alumbrar con la linterna los alrededores de la ramada abierta donde colgaron las hamacas. Él hablaba de cientos pero si era cierto que había varias arañas, y de buena talla, que lo hicieron pasar su noche más amarga, envuelto en la hamaca y custodiado por sus acompañantes, casi en vela. Ayudarle a superar ese trauma y a recuperar sus relaciones con los nobles arácnidos, fue una de esas cosas que se nos quedaron por hacer.





Nos fuimos dos de sus primos y yo a seguirle los pasos por las tierras de los aztecas, a un viaje que habría de ser con él, quien pensaba que tenía que volver y me había convencido finalmente de saciar esas ganas de toda la vida cuando regresó hace no sé cuantos años, con chiles y dulces de regalo y mil cuentos con su carreta desbordada.
Nos fuimos a seguirle apenas unos cuantos de sus pasos, que también fueron desbordados por buena parte del planeta, y que tenía juiciosamente señalados con estoperoles de colores unidos con hilo en un bello mapamundi de  pared. Solo le faltaron el norte del Asia y África, donde planeaba cumplir los cuarenta años; pero no pudo hacerlo.
Los cuarenta los cumplió en Europa, a donde se fue con su mamá y con su tía, unos meses antes de morirse, en un viaje milagroso que habían planeado con Pablo, quien a punto de su muerte, también unos meses antes (seguramente precipitada por el mazazo que fue para todos la recaída de Poncho, después de doce años de una vida tan intensa que todo parecía superado), decidió con Alfonso que lo hicieran cuanto antes, ya sin él. Se llevaron las cenizas del hombre e hicieron un recorrido maravilloso durante el cual no solamente no tuvo este bacán el menor malestar, sino que puso a trotar a las señoras por absolutamente todas partes. Esto entre dos quimioterapias.

Yo le decía que siguiera viajando, a ver si era esa la manera de mantenerse así de bien. Hablamos de ir a México, y no dudé que sería posible; pero a partir de su regreso de Europa comenzó un deterioro aterrador de su salud, que lo llevó a la muerte luego de la más desgarradora pérdida paulatina de las facultades motoras y comunicativas, hasta el punto que no podía ni hablar, ni escribir y ni siquiera recurrir a las señales o a la mímica para la más elemental manifestación. Fue un golpe “como del odio de Dios”, para una persona tan buena como Poncho; semejante verraco… Un tipo de esos que si así fuéramos todos, este sería el paraíso.