TRES ALMUERZOS
Juan Bautista Matíz se desapareció sin
decir una sola palabra y sin que ninguno de los contertulios se atreviera a
preguntarle nada. Se paró del pequeño escritorio, se quitó el delantal y lo
colgó de uno de los cachos del cráneo de novillo pegado en la puerta que da a
sus dependencias privadas, por la cual entró y cerró con doble llave. Subió al
apartamento de dos piecitas y un baño, encima del negocio que ocupa todo el
frente del primer piso de la modesta casa
en la mitad de la cuadra de las carnicerías.
A los otros pareció no sorprenderlos ni
hubo comentarios cuando lo vieron escabullirse. Presumían que se trataba de una
más de sus neuras recurrentes en las que dejaba un encargado de las ventas y de
contestar a quien lo preguntara que estaba arriba y no disponible para nadie.
Como por un acuerdo tácito, uno a uno los vecinos y los patos de todos los días
fueron saliendo del local para regresar a sus negocios o pasarse para otra
tertulia aledaña. De Matíz no se decía absolutamente nada y si mucho se lanzaban
miradas fugaces hacia el par de ventanitas enrejadas del segundo piso. Ninguno
sospechaba siquiera que en ese mismo momento, sobre la avenida al otro lado de
la manzana, salía el personaje por el taller de motocicletas, metido entre un
casco y un overol de mecánico en una moto de mediano cilindraje y con El Caleño
de parrillero.
A los veinte minutos estaban en
Chinchiná. Atravesaron el pueblo hasta los lados del cuartel de Bomberos y se
metieron por un portón de lata blanco con adornos dorados al patio interior de
una casa del sector.
El Caleño volvió a salir al poco
tiempo, y Matíz conversaba con las muchachas desde una silla de plástico en el
comedor mientras se tomaba un pocillo grande de café con panela. Se había
quitado el overol y se quedó con un amplio pantalón de baño, una camiseta de
franela que le resaltaba la barriga y unas chanclas de piscina.
Desde el día anterior había ordenado
que le prepararan un sancocho de gallina gorda. Esperaba para almorzar a sus
socios de Armenia, Los Médicos Invisibles, y ya la casa estaba impregnada de
provocativos aromas que le hacían agua la boca.
A esa misma hora El Profe, de aspecto
impecable y muy elegante, tomaba el ascensor para subir al piso 12 del edificio
morado, a una cuadra de la Catedral de Manizales. Iba a almorzar con su nuevo
mejor amigo, el doctor D.D. Habían planeado hacerlo en un pequeño restaurante
de mariscos que recién funcionaba por los lados de Bellas Artes, que El Profe
descubrió por el encanto que le causó la corpulenta morena de rasgos perfectos
que lo regentaba desde la cocina abierta, donde sólo preparaba dos o tres
platos de la mejor comida del Pacífico. Pero cambiaron los planes porque D.D.
esperaba una llamada y decidieron pedir a domicilio y comer en la mesa de
juntas que con un par de sofás y el gran escritorio hacía parte de la espaciosa
oficina. El Profe le pasó a la joven y atractiva secretaria de Dávila Duque la
colorida tarjeta, sobre cuyo fondo de paisaje costero con una palma de coco se
leía en letras rojas: Restaurante La Palmera, un número telefónico y debajo:
Domicilios sólo para el centro. A los cuarentaicinco minutos les servían, muy
bien dispuesto con mantel y vajilla y copas de cristal para el vino helado, un
aromático y apetitoso encocado de cangrejo con arroz blanco y patacones.
Y al mismo tiempo, a más de cien
kilómetros de Manizales, en una amplia y muy fresca casa campestre, a la sombra
de un par de samanes de una finca ganadera por los lados de Guarinocito, en La
Dorada, Ágata y La Pispa se sentaban a la mesa para el almuerzo con la dueña, Nica Ramírez, la única heredera de
ésta y otras importantes propiedades y que es la mejor amiga, la ex amante y
ahora la cómplice del Profe en lo que para ella es una exótica aventura que la tiene
apasionada. Ágata no paraba de relatarle a la todavía muy bella hacendada lo
que habían hecho en la mañana mientras ésta hacía diligencias y algunas compras
en La Dorada, acompañada de su chófer y guardaespaldas; al tiempo que les
servían primero la sopa de moneditas de plátano con arepas redondas calientes y
picado de yerbas, un seco de chuletas de cerdo, papas criollas al horno, arroz
y ensalada, y de postre leche del ordeño con gelatinas blancas.