FAROLAS
Apareció una tarde temprano por el tallercito. Desde la calle hacía señales de saludo mientras yo trataba de identificar a semejante personaje que a pesar de andar limpio y bien vestido reflejaba por todas partes su condición de canero. (Una expresión de la cara, algo en el color y la textura de la piel, el pelo brillante de grasa echado para atrás, la misma postura y el caminado hacen a estos tipos, que pasan la mayor parte de sus vidas en calabozos y patios de cárceles y comisarias, inconfundibles para quienes por ventura aprendemos a reconocerlos y podemos prevenirnos de las que siempre son malas intenciones para lo que sea que quieran con uno semejantes joyitas). Inmediatamente lo relacioné con la historia que días antes me había contado Anita sobre el robo al Artístico, y de la muy posible participación en el mismo de un tal Farolas, apodo que me sonó bastante familiar.
Y lo reconocí a pesar de que habían pasado muchos años y que de un pequeño gamín se había convertido en todo un hombre curtido por la vida. No lo veía desde cuando pertenecía a la banda de rateros de La Bruja, un adolescente de mirada maleva que dominaba la gallada de cinco o seis muchachitos callejeros que sembraban el terror entre los niños y las mujeres en los barrios del oriente de Manizales. Una vez los habíamos enfrentado para recuperar el reloj de mi hermano menor, que había llegado a la casa horrorizado y por temor casi que no nos confiesa el robo de que acababa de ser víctima, y las amenazas que le hicieran si alguna cosa contaba. Recuperamos el reloj y quedó claro para la pandilla que quedaban vedados para sus actividades los alrededores de nuestras casas y del parquesito del Cable, cuartel de la barra con reputación de duros y con quienes nada querían tener que ver los rateros. Y ahora se aparecía el tipo, después de por lo menos veinte años, el único sobreviviente de la antigua banda, que el resto habían muerto todos en forma violenta, ya fuera en riñas en los patios de la cárcel, o víctimas de los escuadrones “de limpieza” que recorrían los sectores de mala muerte desapareciendo atracadores y drogadictos, cuyos cuerpos dejaban en los basureros, a veces tan desfigurados que se quedaban para siempre sin identificar. Le dí café.
Al principio se me estaba haciendo el loco con el tema del robo a don Evelio, a cuyo almacén se metieron por ventosa y desocuparon de las cosas de valor, especialmente de una muy buena colección de monedas y billetes, a la que el viejo había dedicado gran parte de su vida. Ni idea decía tener Farolas sobre el asunto, así como pretendía no conocer siquiera el Artístico. Pero yo le refresqué la memoria y le hice saber que estaba plenamente identificado por testigos y empleados del almacén. Comenzó entonces a dar muestras de que sabía algo, siempre negando rotundamente su participación, pero diciendo “distinguir” a los autores y al reducidor que les habría comprado el botín. Quedamos en que me llevaba hasta la casa del tipo, donde por unos pocos pesos recuperaríamos el: -” cartuchado de billetes y monedas viejas...”-, que según él era lo único de lo robado que quedaba sin venderse.
Se montó a mi lado en el carro y arrancamos, a pesar de las advertencias de mi asistente, -que había presenciado toda la conversación sin quitarle los ojos sorprendidos al bandido-, sobre el inmenso peligro de irme en semejante compañía. -”Tranquilo hombre Alvaro, que corre más peligro esta rata conmigo”-, le dije mirando fijamente a Farolas con la intención de amedrentarlo.
Subimos a los nuevos barrios pobres del norte, que ya gozaban de tenebroso prestigio, y llegamos, después de muchos rodeos, por callejuelas para mí desconocidas, al frente de una pequeña vivienda de adobes de cemento con postigos de madera, cerrados herméticamente, y un portón de lata, demasiado bajito por el que se metió Farolas apenas le abrieron, luego de golpear con cierto ritmo a manera de clave. Dos minutos después salió mirando insistente y rutinariamente hacia arriba y abajo de la calle empinada, mientras se cerraba la pequeña puerta a sus espaldas. Me confirmó que ahí tenían la “mercancía”, y que nos la daban por veintemil pesos.
-” Ofrézcale diez, que ni un centavo más”-. Le dije cerrando de nuevo la ventanilla.
-” Que dizque quince o nada”-. Al cabo de otros tres o cuatro minutos que me iban pareciendo una eternidad en semejante olla.
-” Está bien pues, que me los traiga para darle el billete”-
-” Noo pinta, ni loco va a salir ese man. Hay que darle la moneda primero. Fresco llavecita, no se mareé que el hombre no es ningún faltón....Además de que yo ya le hablé de la clase de bacán que es usted”-
-” Nada Farolas. No me hable güevonadas que yo no nací ayer. Me entregan la vaina primero o no hay negocio y nos vamos ya de este mierdero...”-
Y otra vez varios minutos interminables hasta que apareció de nuevo Farolas con el cuento de que había que dar la vuelta a la manzana para esperar al sujeto que saldría por detrás, porque: -”..ya se ha dado mucho visaje por el frente. Entiende?”-. Dimos la vuelta y esperamos hasta que efectivamente apareció el tipo, (oliendo penetrantemente a almizcle de bazuco y tan malencarado que a su lado parecía Farolas un seminarista), por una especie de puerta de ganado entre dos humildes viviendas. Se arrimó al carro braveando, con un paquete envuelto en plástico debajo del brazo, pidiendo insistentemente:
-” La plata, la plata bacán, p’a que dejemos de mariquiar”-
-” Si claro, pero a ver mi mercancía”-. El motor del carro prendido y media ventanilla abierta.
-” Eh qué zalamería la de éste man, nó? Muestre a ver el billete que aquí esta lo suyo. Fresco pinta...”-
Allá los podría estar esperando todavía al par de rateros que me arrebataron los tres billetes de cincomil apenas los asomé por el espacio abierto de la ventanilla, diciendo cagados de la risa que se habían confundido de paquete y que ya no más volvían, mientras se perdían por la portada desde la cual sólo pude ver un laberinto de solares enmalezados llenos de basura y de niñitos llorosos y mugrientos.
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