miércoles, 22 de marzo de 2017

YO SOY CAFETERO



         Este corto relato fue enviado (con el título de YO COJO CAFÉ), a finales del siglo pasado para participar en un informal concurso de cuento sobre el café, entre los clientes del célebre e ilustre Mesón del Café, en la vieja Barcelona. Lo rescato.



YO SOY CAFETERO
        
         Yo soy cafetero, señor. Nada menos que en Colombia. O mejor dicho, yo cojo café; y lo siembro y lo cuido todo el año. Le hago la limpia de malezas, y el plateo alrededor del tallo para poder abonar, y las podas, y el control de las plagas. Y después de cogido a mano, fruto por fruto, hay que pelarlo y lavarlo y dejarle vinagrar el mucílago antes de secarlo... Toda la vida lo he hecho, porque nací en una finca cafetera, y aunque actualmente vivo en el pueblo de Chinchiná, en Caldas,   –que es una de las regiones más bellas del mundo, y donde dicen que se da  el mejor grano del país–, me crié y siempre he vivido metido en cafetales... Cafetales ajenos, claro, porque usted debe saber, o suponer, que por esos lares son muy escasos los dueños que le meten la mano a sus cultivos. Casi todos son ricos que dirigen y mandan, pero que trabajan en otras cosas en la ciudad, trabajos de doctores; nosotros los campesinos, vivimos en las fincas y hacemos todo el oficio, menos poner la plata para las necesidades del cultivo. O vender la cosecha...
         Bueno, la verdad es que yo le mentí a usted cuando le dije que toda la vida me la he pasado entre palos de café. Un tiempo lo pasé en los planes de La Virginia tractoreando en sembrados de caña de azúcar. Eso queda en la tierra caliente, por los lados de Pereira, a la orilla del Cauca. La cosa con mi vida fue así: por ahí hasta los treinta, y desde muy muchacho, trabajé con el café y llegué hasta patrón de corte. Esto quiere decir un rango más alto que los demás peones. Aunque se trabaja lo mismo de duro, se gana un poco más y se manda. Es el que recibe los destinos del  agregado, o mayordomo, el patrón después del dueño, que ése si gana mejor platica sin tener que coger mucho las herramientas. Entonces fue que me tentaron para que me fuera a lidiar con la caña y por allá duré como tres años. Hasta que el  patrón me recomendó con unos conocidos que estaban buscando agregado para una tierra como de cincuenta cuadras en café, por los lados de la Floresta, entre Chinchiná y Marsella. Yo le había comentado que me quería volver para la tierra cafetera; no tanto por el clima, que también daba duro, como por la falta de la familia y los amigos, y las ganas de volver a trabajar con el café, más agradecido y más variado que la caña. Es que hasta el mismo paisaje lo extrañaba uno, allá abajo no se ve sino plan y cielo, y a lo lejos, entre la bruma, las montañas que lo llaman a uno... Me acuerdo como si hubiera sido ayer cuando conocí al nuevo patrón, un señor muy importante de Manizales. Quedamos de encontrarnos en la puerta del café de la esquina de la plaza. Yo le describí por teléfono cómo soy, y el doctor dijo que con esos datos me reconocía: así como usted me ve, grueso, bajito y aindiado. Nos sentamos y el hombre pidió cervezas, sin preguntar, porque se sabe que nadie le dice que no a una cerveza al mediodía en Chinchiná. De una me dijo que qué tanto sabía de café. –Yo sé cogerlo y tomármelo, doctor. Eso si, endulzado con panela, no como ustedes los ricos que se lo toman amargo–, le dije, y ahí no más me contrató. Desde eso, hace ya más  de veinte años, vengo manejándoles la finca. Ya falleció don Germán, desgraciadamente, porque era un buen hombre. Se murió antes de tiempo, muy joven. Creo que no alcanzó ni siquiera a cumplir los cincuenta. Ahora me entiendo con uno de los hijos, que también es un bacán. Con la platica que me ha ido sobrando, –porque uno campesino puede que gane más pero sigue viviendo lo mismo–, me compré un yipesito. Un Willis modelo setenta y dos. Durante la semana lo trabajo en la finca, moviendo café, o abono, o lo que sea. Y los fines de semana  transportando la gente que sube al pueblo y vuelve  por las tardes con las remesas de mercado. Muchos son los que vuelven borrachos, peso que les sobra se lo gastan en trago, y fumando de ese tal basuco... A eso si le tengo yo respeto, al vicio. Sólo de vez en cuando me tomo mis cervecitas. Nunca mientras estoy trabajando el yip. Lo que hago es que me desocupo y me vuelvo para el pueblo, a la cantina de mi amigo Solís, donde siempre hay con quien sentarse a beber hasta llenar la mesa de envase, que es una buena medida para cuatro. A veces vamos a parar donde las putas. Entonces amanece uno sin un centavo, y con guayabo moral...
         Usted se preguntará, como muchos, qué hace un campesino colombiano, un cogedor de café, montañero y silvestre, en esta lejanía tomando pintadito –así llamamos nosotros el cortado– con churros en El Mesón del Café, ¿ah? Antes permítame presentarme: mucho gusto, Jaír Toro, un servidor. Estoy en Barcelona porque aquí me recomendó que viniera un buen amigo mío y de mi patrón, cuando supo que me pensaba gastar parte de la cesantía viajando. De oírlos a ellos hablar de viajes fue que decidí venirme. Tenía la plata, sin saber que hacer con ella, sin obligaciones, y con parentela esperando que uno se muera para caerle  como gallinazos a lo que tanto se ha luchado, ¿ah? Me entusiasmaron con los cuentos que echaron de cómo toman por aquí de buen café, y cómo le paran de bolas al tostado y al molido. El me recomendó la pensión donde me hospedo, barata y aseada, allí no más en la Plaza Berenguer, y me contó que había frecuentado un pequeño y añoso lugar de la calle Libretería, donde se le rinde verdadero culto a este grano misterioso, al que yo le he dedicado toda la vida. Y aquí me tiene pues usted don...  Gabriel fue que me dijo?


3 comentarios:

  1. Disfruté mucho leyendo esto, Rafa. Me trajiste un poco de cafetales y montañas brumosas para acá.
    Saludos,
    Mili.

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    1. gracias mili. que bueno saber de ti, señorita linda.

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    2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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