Este corto relato fue enviado (con el
título de YO COJO CAFÉ), a finales del siglo pasado para participar en un
informal concurso de cuento sobre el café, entre los clientes del célebre e
ilustre Mesón del Café, en la vieja Barcelona. Lo rescato.
YO SOY CAFETERO
Yo soy cafetero, señor. Nada menos que
en Colombia. O mejor dicho, yo cojo café; y lo siembro y lo cuido todo el año.
Le hago la limpia de malezas, y el plateo alrededor del tallo para poder
abonar, y las podas, y el control de las plagas. Y después de cogido a mano,
fruto por fruto, hay que pelarlo y lavarlo y dejarle vinagrar el mucílago antes
de secarlo... Toda la vida lo he hecho, porque nací en una finca cafetera, y
aunque actualmente vivo en el pueblo de Chinchiná, en Caldas, –que es una de las regiones más bellas del
mundo, y donde dicen que se da el mejor
grano del país–, me crié y siempre he vivido metido en cafetales... Cafetales
ajenos, claro, porque usted debe saber, o suponer, que por esos lares son muy
escasos los dueños que le meten la mano a sus cultivos. Casi todos son ricos
que dirigen y mandan, pero que trabajan en otras cosas en la ciudad, trabajos
de doctores; nosotros los campesinos, vivimos en las fincas y hacemos todo el
oficio, menos poner la plata para las necesidades del cultivo. O vender la
cosecha...
Bueno, la verdad es que yo le mentí a
usted cuando le dije que toda la vida me la he pasado entre palos de café. Un
tiempo lo pasé en los planes de La Virginia tractoreando en sembrados de caña
de azúcar. Eso queda en la tierra caliente, por los lados de Pereira, a la
orilla del Cauca. La cosa con mi vida fue así: por ahí hasta los treinta, y
desde muy muchacho, trabajé con el café y llegué hasta patrón de corte. Esto
quiere decir un rango más alto que los demás peones. Aunque se trabaja lo mismo
de duro, se gana un poco más y se manda. Es el que recibe los destinos del agregado, o mayordomo, el patrón después del
dueño, que ése si gana mejor platica sin tener que coger mucho las
herramientas. Entonces fue que me tentaron para que me fuera a lidiar con la
caña y por allá duré como tres años. Hasta que el patrón me recomendó con unos conocidos que
estaban buscando agregado para una tierra como de cincuenta cuadras en café,
por los lados de la Floresta, entre Chinchiná y Marsella. Yo le había comentado
que me quería volver para la tierra cafetera; no tanto por el clima, que
también daba duro, como por la falta de la familia y los amigos, y las ganas de
volver a trabajar con el café, más agradecido y más variado que la caña. Es que
hasta el mismo paisaje lo extrañaba uno, allá abajo no se ve sino plan y cielo,
y a lo lejos, entre la bruma, las montañas que lo llaman a uno... Me acuerdo
como si hubiera sido ayer cuando conocí al nuevo patrón, un señor muy
importante de Manizales. Quedamos de encontrarnos en la puerta del café de la
esquina de la plaza. Yo le describí por teléfono cómo soy, y el doctor dijo que
con esos datos me reconocía: así como usted me ve, grueso, bajito y aindiado.
Nos sentamos y el hombre pidió cervezas, sin preguntar, porque se sabe que nadie
le dice que no a una cerveza al mediodía en Chinchiná. De una me dijo que qué
tanto sabía de café. –Yo sé cogerlo y tomármelo, doctor. Eso si, endulzado con
panela, no como ustedes los ricos que se lo toman amargo–, le dije, y ahí no
más me contrató. Desde eso, hace ya más
de veinte años, vengo manejándoles la finca. Ya falleció don Germán,
desgraciadamente, porque era un buen hombre. Se murió antes de tiempo, muy
joven. Creo que no alcanzó ni siquiera a cumplir los cincuenta. Ahora me
entiendo con uno de los hijos, que también es un bacán. Con la platica que me
ha ido sobrando, –porque uno campesino puede que gane más pero sigue viviendo
lo mismo–, me compré un yipesito. Un Willis modelo setenta y dos. Durante la
semana lo trabajo en la finca, moviendo café, o abono, o lo que sea. Y los
fines de semana transportando la gente
que sube al pueblo y vuelve por las
tardes con las remesas de mercado. Muchos son los que vuelven borrachos, peso
que les sobra se lo gastan en trago, y fumando de ese tal basuco... A eso si le
tengo yo respeto, al vicio. Sólo de vez en cuando me tomo mis cervecitas. Nunca
mientras estoy trabajando el yip. Lo que hago es que me desocupo y me vuelvo
para el pueblo, a la cantina de mi amigo Solís, donde siempre hay con quien
sentarse a beber hasta llenar la mesa de envase, que es una buena medida para
cuatro. A veces vamos a parar donde las putas. Entonces amanece uno sin un
centavo, y con guayabo moral...
Usted se preguntará, como muchos, qué
hace un campesino colombiano, un cogedor de café, montañero y silvestre, en
esta lejanía tomando pintadito –así llamamos nosotros el cortado– con churros
en El Mesón del Café, ¿ah? Antes permítame presentarme: mucho gusto, Jaír Toro,
un servidor. Estoy en Barcelona porque aquí me recomendó que viniera un buen
amigo mío y de mi patrón, cuando supo que me pensaba gastar parte de la
cesantía viajando. De oírlos a ellos hablar de viajes fue que decidí venirme.
Tenía la plata, sin saber que hacer con ella, sin obligaciones, y con parentela
esperando que uno se muera para caerle
como gallinazos a lo que tanto se ha luchado, ¿ah? Me entusiasmaron con
los cuentos que echaron de cómo toman por aquí de buen café, y cómo le paran de
bolas al tostado y al molido. El me recomendó la pensión donde me hospedo, barata
y aseada, allí no más en la Plaza Berenguer, y me contó que había frecuentado
un pequeño y añoso lugar de la calle Libretería, donde se le rinde verdadero
culto a este grano misterioso, al que yo le he dedicado toda la vida. Y aquí me
tiene pues usted don... Gabriel fue que
me dijo?
Disfruté mucho leyendo esto, Rafa. Me trajiste un poco de cafetales y montañas brumosas para acá.
ResponderEliminarSaludos,
Mili.
gracias mili. que bueno saber de ti, señorita linda.
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