CABECIROJOS (Cathartes aura)
El día que por fin
aprendieron a alimentarse con mangos y zapotes en las fincas de la tierra
templada, pudieron dedicarse de tiempo completo a las más osadas locuras de
vuelo y a prepararse para la concertada aventura de recorrerse el mundo sin
tener que pasarse el tiempo avizorando por cadáveres de alimañas o
arrebatándose la comida con las manadas cada vez más numerosas de colegas
cabecinegros, aves del montón, angurriosas e insaciables.
Ya no había que pelearse con los
basuriegos que usaban caucheras para atacarlos cuando pretendían disputarles
las sobras de la ciudad en el inmundo ambiente del botadero, que cada vez
contenían mayor porcentaje de plásticos y menos comida.
Eran gallinazos cabecirojos. De lo más
granado en la región, pues en aquellas latitudes no había ya cóndores, ni reyes
de los gallinazos, ni grandes rapaces; las únicas especies que podían
superarlos en las artes del vuelo sobre tierra firme. Hermanos de padre y
amigos desde niños —sus madres decían que desde huevos— en los extensos
territorios donde el Chinchiná y el Guacaica se unen al rio Cauca, en las
esplendorosas tierras bajas de Manizales. Y así como habían heredado de sus
padres las condiciones físicas excepcionales para volar con maestría, se sabían
poseídos por los espíritus de unos humanos aviadores y bacanes; transmutación
que sintieron mientras pirueteaban para ellos en una tarde de hongos
alucinógenos en un morro de La Finaria.
Estaban pues listos para iniciar ese viaje que nunca pensaban terminar, y
que para comenzar habían decidido
colincharse en la primera migración que pasara por esos cielos, que por la
época debería ser de águilas Cuaresmeras. Nada más y nada menos...
***
EN EL MURO
Salía del bar La Gloria de regreso a la
pensión, a la hora del cierre, y se me atravesó en el camino el extraño
personaje. Lo había visto dos o tres veces sentado al anochecer junto a la
fuente de la placita Berenguer, mirando indiferente, de espaldas a lo que
antaño fuera el foso del Palacio Real, al lado de su hatillo envuelto en una
cobija. Todo en el tipo era ordenado y limpio; sólo el precario equipaje
delataba su condición de habitante de la calle. -Que Dios lo guarde-, dijo mirándome fijamente, y a mi gesto de
sorpresa respondió con una respetuosa palmada en el hombro, me repitió más
despacio y claramente las mismas palabras y siguió su camino hacia el pequeño
muro de piedra al lado de la fuentecita.
A los pocos días lo vi desde el balcón,
cuando acababa de oscurecer, alrededor de las diez de la noche. Lo pude
observar con libertad, estando yo como estaba en un quinto piso y en un ángulo
que hacia difícil, casi imposible, que me notara. Estático, sentado en el muro
de piedra, las manos entretejidas por los dedos entre las piernas cruzadas en
los pies, y la mirada fija al frente.
Cuando fue de noche y terminaron de
recoger las mesas y sillas de la terraza del bar, a unos pocos metros de su
sitio, se levantó, se subió al muro, y ágilmente saltó hasta el fondo cubierto de hiedra del
foso del castillo, como metro y medio más abajo de la acera, y se escabulló
rápidamente detrás de los arbustos entre los grandes arcos estructurales de la
fortaleza. El atado siempre bajo el brazo. En la rastrera vegetación pude notar
entonces la huella sutil de su recorrido cuidadoso de todas las noches.
Habiendo descubierto lo que a todas
luces parecía que el hombre quería mantener oculto sobre su cambuche, comenzó a
intrigarme el origen y el quehacer diario de tan extraño personaje. El atuendo
de persona normal, tan diferente del desarreglo y la suciedad de los habitantes
de la calle, y el hecho curioso de no verlo nunca durante mis días enteros
recorriendo hasta el último rincón de la vieja ciudad, fueron enigmas que me
acompañaron todo el tiempo que pasé en Barcelona; y que se hicieron más
misteriosos cuando empecé a montarle guardia por las tardes en la barra del
café. Coincidía con cualquier descuido de mi seudo detectivesca vigilancia su
aparición, siempre en la misma actitud y en el mismo lugar del muro al lado de
la fuente, de manera que fuera imposible saber de dónde procedía....
* *
*
El tren comenzó a detenerse desde mucho
antes de llegar a la estación de Port Bou, al lado español de la frontera con
Francia en la tortuosa Costa Brava del Mediterráneo. Y siguió disminuyendo
imperceptiblemente la velocidad dentro
de la larga e impersonal estructura y sus andenes interminables, que lucían
desiertos aquella mañana.
Sólo una figura, que a pesar de lo
indeterminada se me hacía extrañamente familiar, apareció a lo lejos. Pero no
pude reconocerlo hasta que paramos y quedó perfectamente al frente de mi
ventanilla el personaje de la Plaza Berenguer, en la misma desconcertante
impavidez y con el eterno hatillo bajo el brazo. Pero no miraba como siempre al
vacío, sino otra vez y fijamente a mis ojos.
No
se subió al tren, ni al que en el otro lado del andén viajaba en sentido
contrario. Ni se movió cuando arrancaron al mismo tiempo ambos trenes y se fue
desvaneciendo su inmutable figura en la distancia.
***
FALSAS NENAS
Un día llegaron en dos carros de la
policía y se llevaron a cuatro travestis. Por la forma puntual en que los
abordaron y como los empujaron al asiento trasero de los vehículos, en toda la
galemba se pensó que nunca volverían.
Pero aparecieron al amanecer en uno de
los carros, que dejaron con las puertas abiertas al frente de los pabellones de
revuelto; en calzones y brasier, con las botas hasta la rodilla y los kepis de
los altos oficiales que las habían llevado por la fuerza a un conocido motel
donde ahora dormían amarrados y vestidos con los trajes estrambóticos de falsas
nenas; además de sus buenas dosis de burundanga en los cerebros.