lunes, 24 de octubre de 2016

Cabecirrojos (Cathartes aura)


           CABECIROJOS (Cathartes aura)


         El día que por fin aprendieron a alimentarse con mangos y zapotes en las fincas de la tierra templada, pudieron dedicarse de tiempo completo a las más osadas locuras de vuelo y a prepararse para la concertada aventura de recorrerse el mundo sin tener que pasarse el tiempo avizorando por cadáveres de alimañas o arrebatándose la comida con las manadas cada vez más numerosas de colegas cabecinegros, aves del montón, angurriosas e insaciables.
         Ya no había que pelearse con los basuriegos que usaban caucheras para atacarlos cuando pretendían disputarles las sobras de la ciudad en el inmundo ambiente del botadero, que cada vez contenían mayor porcentaje de plásticos y menos comida.
         Eran gallinazos cabecirojos. De lo más granado en la región, pues en aquellas latitudes no había ya cóndores, ni reyes de los gallinazos, ni grandes rapaces; las únicas especies que podían superarlos en las artes del vuelo sobre tierra firme. Hermanos de padre y amigos desde niños —sus madres decían que desde huevos— en los extensos territorios donde el Chinchiná y el Guacaica se unen al rio Cauca, en las esplendorosas tierras bajas de Manizales. Y así como habían heredado de sus padres las condiciones físicas excepcionales para volar con maestría, se sabían poseídos por los espíritus de unos humanos aviadores y bacanes; transmutación que sintieron mientras pirueteaban para ellos en una tarde de hongos alucinógenos en un morro de La Finaria.
         Estaban pues listos para iniciar ese viaje que nunca pensaban terminar, y que  para comenzar habían decidido colincharse en la primera migración que pasara por esos cielos, que por la época debería ser de águilas Cuaresmeras. Nada más y nada menos...


***

EN EL MURO


         Salía del bar La Gloria de regreso a la pensión, a la hora del cierre, y se me atravesó en el camino el extraño personaje. Lo había visto dos o tres veces sentado al anochecer junto a la fuente de la placita Berenguer, mirando indiferente, de espaldas a lo que antaño fuera el foso del Palacio Real, al lado de su hatillo envuelto en una cobija. Todo en el tipo era ordenado y limpio; sólo el precario equipaje delataba su condición de habitante de la calle. -Que Dios lo guarde-,  dijo mirándome fijamente, y a mi gesto de sorpresa respondió con una respetuosa palmada en el hombro, me repitió más despacio y claramente las mismas palabras y siguió su camino hacia el pequeño muro de piedra al lado de la fuentecita.
         A los pocos días lo vi desde el balcón, cuando acababa de oscurecer, alrededor de las diez de la noche. Lo pude observar con libertad, estando yo como estaba en un quinto piso y en un ángulo que hacia difícil, casi imposible, que me notara. Estático, sentado en el muro de piedra, las manos entretejidas por los dedos entre las piernas cruzadas en los pies, y la mirada fija al  frente.
         Cuando fue de noche y terminaron de recoger las mesas y sillas de la terraza del bar, a unos pocos metros de su sitio, se levantó, se subió al muro, y ágilmente  saltó hasta el fondo cubierto de hiedra del foso del castillo, como metro y medio más abajo de la acera, y se escabulló rápidamente detrás de los arbustos entre los grandes arcos estructurales de la fortaleza. El atado siempre bajo el brazo. En la rastrera vegetación pude notar entonces la huella sutil de su recorrido cuidadoso de todas las noches.
         Habiendo descubierto lo que a todas luces parecía que el hombre quería mantener oculto sobre su cambuche, comenzó a intrigarme el origen y el quehacer diario de tan extraño personaje. El atuendo de persona normal, tan diferente del desarreglo y la suciedad de los habitantes de la calle, y el hecho curioso de no verlo nunca durante mis días enteros recorriendo hasta el último rincón de la vieja ciudad, fueron enigmas que me acompañaron todo el tiempo que pasé en Barcelona; y que se hicieron más misteriosos cuando empecé a montarle guardia por las tardes en la barra del café. Coincidía con cualquier descuido de mi seudo detectivesca vigilancia su aparición, siempre en la misma actitud y en el mismo lugar del muro al lado de la fuente, de manera que fuera imposible saber de dónde procedía....

*     *     *

         El tren comenzó a detenerse desde mucho antes de llegar a la estación de Port Bou, al lado español de la frontera con Francia en la tortuosa Costa Brava del Mediterráneo. Y siguió disminuyendo imperceptiblemente la  velocidad dentro de la larga e impersonal estructura y sus andenes interminables, que lucían desiertos aquella mañana.
         Sólo una figura, que a pesar de lo indeterminada se me hacía extrañamente familiar, apareció a lo lejos. Pero no pude reconocerlo hasta que paramos y quedó perfectamente al frente de mi ventanilla el personaje de la Plaza Berenguer, en la misma desconcertante impavidez y con el eterno hatillo bajo el brazo. Pero no miraba como siempre al vacío, sino otra vez y fijamente a mis ojos.
            No se subió al tren, ni al que en el otro lado del andén viajaba en sentido contrario. Ni se movió cuando arrancaron al mismo tiempo ambos trenes y se fue desvaneciendo su inmutable figura en la distancia.



***

FALSAS NENAS
         Un día llegaron en dos carros de la policía y se llevaron a cuatro travestis. Por la forma puntual en que los abordaron y como los empujaron al asiento trasero de los vehículos, en toda la galemba se pensó que nunca volverían.
         Pero aparecieron al amanecer en uno de los carros, que dejaron con las puertas abiertas al frente de los pabellones de revuelto; en calzones y brasier, con las botas hasta la rodilla y los kepis de los altos oficiales que las habían llevado por la fuerza a un conocido motel donde ahora dormían amarrados y vestidos con los trajes estrambóticos de falsas nenas; además de sus buenas dosis de burundanga en los cerebros.


miércoles, 19 de octubre de 2016

LA GATA ÑATA




LA GATA ÑATA


         Arrimó la silla y se sentó como siempre, en el borde del cojín con los pies cruzados y enganchados en una de las patas de la mesa. Sacó de la cartera una caja de plástico con maquillaje, cuyo espejo acercó a las cejas para peinárselas con la yema del dedo, que mojaba coquetamente con saliva.
         -Hoy si quedé bien mamada papito... Qué voleo tan berraco!!!-. Empezó a hablar La Ñata al mismo tiempo que a arreglarse, mirando al espejo con los ojos entrecerrados para templar los párpados, sin importarle que ninguno le pusiera atención. Ni P., quien también sin mirarla se había limitado a pasarle el brazo sobre los hombros desde el momento que se sentó a su lado, las sillas bien arrimadas. -Movete pues mi amor que me coge la noche, y vos sabés cómo se ha vuelto esa vieja de jodida…-, le dijo La Ñata como si le hablara al espejito.
         Con excepción de otra mesa al fondo del salón, sobre la cual dormían dos borrachos de vestido de paño y corbata, entre botellas, vasos de cerveza a medio llenar y ceniceros repletos; y la de P. y los amigos al lado de la gran vidriera que daba a la calle, la de siempre, las demás mesas del Caracol Rojo tenían ya montados patasarriba los cuatro asientos de metal y cordobán, de la manera que los organizaba Gildardo, el aseador, para barrer y trapear antes de cerrar.
         -Me acabo de tomar esta cervecita y nos vamos, ¿sí mami?- Le acercó P. la boca  hasta rozarle la oreja. Y la mano, helada y húmeda por el contacto con el vaso, se metió suavemente  por la rendija entre los muslos apretados contra la diminuta falda de  vibrante raso sintético.
         Caminaron despacio por la acera desierta. P. con el brazo sobre los hombros de la Ñata que ahora sostenían, sin ponérselo del todo, el saco de lana del mismo color de la falda; y ella abrazándolo por la cintura, debajo de la pesada chaqueta de cuero. Algunos taxis pasaban por la calzada humedecida por el rocío, en la que se reflejaban las luces de mercurio del alumbrado y los avisos coloridos de los comercios. La calle se iba inclinando suavemente hacia arriba, y  mientras que la mujer caminaba erguida y firme, las cervezas habían hecho inseguro el andar de P., y mostraban sus efectos en el desvío de la mirada y el desarreglo de la melena.
         Pararon a comer en la olla del Gitano, en la esquina del Palacio Arzobispal, porque el Zarco, famoso por la lengua sudada y las albóndigas con corazón de tocino al frente del Banco de la República, ya había levantado el entable.
         Fumaron en silencio mientras pasaban los bares bulliciosos  de ambos lados de la calle, que se hacían más numerosos  a medida que subían hacia Bomberos y doblaban a la izquierda por la falda de Nuestra Señora.
       En todo el trayecto sólo habían hablado para pedir la comida; y la Ñata, cuando con el cigarrillo en la boca, frotándose uno de los tobillos, prendida con la otra mano del brazo de P., se quejó de “estos hijueputas tacones” que le apretaban los pies hinchados por el trajín de toda la tarde y la noche en el café.
         Arenales hervía del agite a las dos y media de la mañana. Taxis y automóviles particulares transitaban despacio, bómper contra bómper, por las calles que se hacían más estrechas por los muchos carros parqueados descuidadamente a lado y lado. Había luces en todas las ventanas, y de todos los portones, en los que había mujeres y borrachos y maricas, salían bocanadas de humo y oleadas estridentes de música bailable. Olía a fritanga, a trago, a desodorante ambiental, a cigarrillo, a perfume ordinario, a vómito...
         Caminaron hasta el final de la bulla, hasta la esquina donde las calles empezaban a bajar y comenzaban otra vez las tinieblas y la soledad del amanecer.
            Había cuatro o cinco carros parqueados discretamente al frente del portón de hojalata, que con una pequeña ventana en la parte alta, al extremo izquierdo, eran lo único que tenía la enorme fachada de cemento encalado de la célebre casa de Olivia Rubio. Sólo el eco lejano del barrio que dejaron arriba se escuchaba en la calle empinada. Ni siquiera el sonido del timbre que la Ñata, estirándose al máximo para  alcanzarlo, apretaba nerviosamente porque venía con cuarentaicinco minutos de retraso.




DULCE Y PROVOCATIVA

         Dulce y provocativa Blanca Delicia estaba en sus cuarenta como una princesa. No podía yo dejar de desearla, a pesar de las circunstancias comprometidas en su vida privada de señora de sociedad con marido y familia. (Dos —también monumentales— hijas adolescentes de talla aún mayor que la bella mamá).
         Tampoco podía yo callarme la pasión que los pocos encuentros “casuales” con la  magnífica mujer despertaban en mi espíritu. La pícara mirada —¿Blanca Malicia?— de sus ojos brillantes me enloquecía.
         Y no podía disimular dulce y provocativa Blanca Delicia el agrado que en ella producía  mi coqueteo.
         Entonces supe que su marido, millonario criador de caballos finos, rudo y fiero, la trataba como a una sirvienta. Lo que le dolía en el alma a Blanca Delicia, y soportaba callada por no sé qué misteriosa razón —que no el dinero, seguro, porque el tipo sabía conseguirlo a montones, pero no era muy generoso para gastarlo—.
         Fui discreto testigo —los esperé una tarde de Domingo en el parque de la Estrella, antes de misa en Los Dolores— de la violencia con que el bárbaro la trataba, cuando pude oír la vulgaridad  y el irrespeto con que le reclamó la supuesta demora para algún asunto trivial; y comprendí el efecto benigno y anestésico que mis palabras enamoradas causaban en los sentimientos de la delicada mujer...

*     *     *

         La primera vez que entré en su casa —no mucho después del incidente dominical que me decidió definitivamente a buscarla—, llevaba la disculpa perfecta. Cada instante de aquella visita “técnica” a su casa, en una hora de la mañana cuando solo estaban Blanca Delicia y las atareadas mujeres del servicio, se quedó grabado en mi. La veo, y puedo sentirla, y oler el perfume de su cuerpo, cuando se asomó arriba de las escaleras, en el descanso de las cuales examinaba yo un par de pequeñas esculturas de Edgar Negret, por lo que la tomó de sorpresa encontrarme tan cerca, estando apenas cubierta por la toalla con la que se estaría secando del baño en el momento que le anunciaron la llagada “del señor que va a avaluar los cuadros”. Porque tampoco sabía la deliciosa señora que sería precisamente yo quien aparecería a hacer el reconocimiento de ciertas pinturas que antes de salir por la mañana le anunciara el marido... Subí rápido los escalones que nos separaban, sin escuchar las disculpas y explicaciones de que no sabía que estuviera yo ahí y menos que fuera alguien conocido a quien le anunciaran, que en semejante facha no se hubiera asomado -¡por supuesto!- y que pensaba que sería más tarde la diligencia...
         Lavada de maquillajes la cara de facciones perfectas, húmeda la melena abundante, desnudos el cuello y los hombros, la imponente mujer deslumbraba. Dirigí mi beso decididamente a la boca voluptuosa y mórbida, pero un ágil movimiento hizo que quedara a unos milímetros de la comisura. Alguna porción de su piel, de indecible textura, alcanzaron a morder mis labios ávidos. Bajaba mi mano en una lenta caricia desde la espalda hasta la parte alta de las nalgas muy firmes, que me transmitieron a través de la fina toalla una sensación apabullante.
         Me mandó a esperarla abajo la nerviosa mujer –me dio una palmadita, más cómplice que punitiva, en la misma mano que pretendía recorrerla toda...—, pero temblaba su voz mientras me aseguraba que no demoraría en estar de nuevo conmigo para mostrarme las pinturas de mi motivo.


            Dos semanas después oí su voz enamorada por el teléfono. Desde entonces somos amantes para siempre. Adornan mi despacho las coloridas miniaturas geométricas del Maestro payanés; y el criador de caballos, como era de suponerse, nos busca para matarnos.

lunes, 10 de octubre de 2016

BETINA

        
BETINA

         Lo más chévere es que Betina también es pirómana, y así pasamos mejor. Hemos hecho unos daños los hijueputas; y todo el mundo despistado... Y así se van a quedar, porque quién va a imaginarse... Ella también se volvió pirómana desde chiquita, en las temperadas de diciembre en la finca; pero no como yo, quemando monte con el Abuelo, sino echando pólvora en navidad, desde el alumbrado hasta el treinta y uno. Así era allá en la Matilda, la finca de los abuelos de Betina, todos los días, ¡y a la lata! En el Totumo no echábamos sino en las tres fiestas principales, las vísperas del ocho, de navidad y de año nuevo. Eso sí, también a la lata. Y en las dos fincas había siempre “matada de marrano”, y se armaban fogones inmensos con piedras de río y leña en los patios del café, y se chamuscaba el cerdo en una súper fogata de helechos tostados; y del Totumo íbamos siempre a la matada de marrano de la Matilda y de allá venían a la de nosotros. Desde eso nos vacilamos esa mujer y yo.... 


CATALINA TAN JODIDA
         Catalina empujó y la empujaron hasta que se pudo subir a la buseta atiborrada que se fue yendo a jalonazos por entre las demás, innumerables en la estrecha avenida, ensordecedora por las bocinas de los vehículos y los pitos de los guardias de tránsito. Muchas cuadras sin traspasar siquiera la registradora, pero por suerte se bajó en el Olimpia la colegiala de la segunda banca y tan caballeroso el muchacho de la valija de mensajero que  le dejó el puesto. -Quedan todavía hombres galantes- pensó Catalina agradecida y descansada del agite. Estaba acomodándose cuando notó la cartera abierta y la ausencia notoria de la billetera que normalmente la copa. No pudo ser sacando la plata del pasaje porque las monedas las carga en el bolsillo con cremallera de la parte de afuera. Está segura de que sucedió apenas superada la registradora, cuando quedó atrapada entre ésta y el sujeto del maletín, quién ahora no es galante caballero sino el sospechoso primero, más cuando lo sorprende abriéndose camino bruscamente a la salida. -¡Este majadero no se me roba la billetera!- piensa conmocionada Catalina, quien se ha parado y aprovecha la senda aflojada que deja el paso del perseguido entre el cálido y apretado cargamento humano. Lleva listo el pequeño corta uñas y preparadas mentalmente las palabras y la voz que deberán sonar amenazantes y decididas. La buseta no ha parado y el tipo es alcanzado sin esfuerzo no lejos de la puerta de salida. Aterrada de su propia valentía le pone Catalina el fingido puñal en el ijar al raponero, que se paraliza. -¡Me entregás la hijueputa billetera o te mato!- poniendo voz de macho Catalina, siente como de inmediato cae la cartera entre el bolso que cuelga del hombro y ha puesto al lado del doblegado delincuente, abierto de par en par. Frena la buseta con un berrido neumático y se tira de una zancada Catalina quien, sintiéndose alcanzada, corre cuanto se lo permiten los tacones las dos  cuadras y media que la separan del portón de su casa. Con las llaves en la mano comprueba que para su tranquilidad y sin explicación no aparece su enemigo, que ni siquiera ha doblado la esquina, y que si los nervios le permiten abrir rápido, no sabrá nunca el bandido de su lugar de residencia. Cede sumisa la cerradura y se abre de un tirón la puerta que deja ver, en la mesita del teléfono, al lado de la escalera, junto  al cenicero de las llaves, la billetera que dejara olvidada Catalina cuando al salir de afán esta mañana debió buscar el número que aparece escrito en un papelito; al lado de la que hasta hace un segundo creyó recuperada de las garras del Hampa...


COMO VIOLETAS


         Margarita tenía preciosos ojos azules, como violetas, y su perfume era el mismo de las rosas de jazmín. Por eso fue que una tarde, mientras contemplaba extasiada el crepúsculo majestuoso, apoyada delicadamente en la barandilla de su balcón, un colibrí “pico de espada” se le clavó, goloso, en la mirada.


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