LA GATA ÑATA
Arrimó la silla y se sentó como
siempre, en el borde del cojín con los pies cruzados y enganchados en una de
las patas de la mesa. Sacó de la cartera una caja de plástico con maquillaje,
cuyo espejo acercó a las cejas para peinárselas con la yema del dedo, que
mojaba coquetamente con saliva.
-Hoy si quedé bien mamada papito... Qué
voleo tan berraco!!!-. Empezó a hablar La Ñata al mismo tiempo que a
arreglarse, mirando al espejo con los ojos entrecerrados para templar los
párpados, sin importarle que ninguno le pusiera atención. Ni P., quien también
sin mirarla se había limitado a pasarle el brazo sobre los hombros desde el
momento que se sentó a su lado, las sillas bien arrimadas. -Movete pues mi amor
que me coge la noche, y vos sabés cómo se ha vuelto esa vieja de jodida…-, le
dijo La Ñata como si le hablara al espejito.
Con excepción de otra mesa al fondo del
salón, sobre la cual dormían dos borrachos de vestido de paño y corbata, entre
botellas, vasos de cerveza a medio llenar y ceniceros repletos; y la de P. y
los amigos al lado de la gran vidriera que daba a la calle, la de siempre, las
demás mesas del Caracol Rojo tenían ya montados patasarriba los cuatro asientos
de metal y cordobán, de la manera que los organizaba Gildardo, el aseador, para
barrer y trapear antes de cerrar.
-Me acabo de tomar esta cervecita y nos
vamos, ¿sí mami?- Le acercó P. la boca
hasta rozarle la oreja. Y la mano, helada y húmeda por el contacto con
el vaso, se metió suavemente por la
rendija entre los muslos apretados contra la diminuta falda de vibrante raso sintético.
Caminaron despacio por la acera
desierta. P. con el brazo sobre los hombros de la Ñata que ahora sostenían, sin
ponérselo del todo, el saco de lana del mismo color de la falda; y ella abrazándolo
por la cintura, debajo de la pesada chaqueta de cuero. Algunos taxis pasaban
por la calzada humedecida por el rocío, en la que se reflejaban las luces de
mercurio del alumbrado y los avisos coloridos de los comercios. La calle se iba
inclinando suavemente hacia arriba, y
mientras que la mujer caminaba erguida y firme, las cervezas habían
hecho inseguro el andar de P., y mostraban sus efectos en el desvío de la
mirada y el desarreglo de la melena.
Pararon a comer en la olla del Gitano,
en la esquina del Palacio Arzobispal, porque el Zarco, famoso por la lengua
sudada y las albóndigas con corazón de tocino al frente del Banco de la
República, ya había levantado el entable.
Fumaron en silencio mientras pasaban
los bares bulliciosos de ambos lados de
la calle, que se hacían más numerosos a
medida que subían hacia Bomberos y doblaban a la izquierda por la falda de
Nuestra Señora.
En todo el trayecto sólo habían hablado
para pedir la comida; y la Ñata, cuando con el cigarrillo en la boca, frotándose
uno de los tobillos, prendida con la otra mano del brazo de P., se quejó de
“estos hijueputas tacones” que le apretaban los pies hinchados por el trajín de
toda la tarde y la noche en el café.
Arenales hervía del agite a las dos y
media de la mañana. Taxis y automóviles particulares transitaban despacio,
bómper contra bómper, por las calles que se hacían más estrechas por los muchos
carros parqueados descuidadamente a lado y lado. Había luces en todas las
ventanas, y de todos los portones, en los que había mujeres y borrachos y
maricas, salían bocanadas de humo y oleadas estridentes de música bailable.
Olía a fritanga, a trago, a desodorante ambiental, a cigarrillo, a perfume
ordinario, a vómito...
Caminaron hasta el final de la bulla,
hasta la esquina donde las calles empezaban a bajar y comenzaban otra vez las
tinieblas y la soledad del amanecer.
Había
cuatro o cinco carros parqueados discretamente al frente del portón de
hojalata, que con una pequeña ventana en la parte alta, al extremo izquierdo, eran
lo único que tenía la enorme fachada de cemento encalado de la célebre casa de
Olivia Rubio. Sólo el eco lejano del barrio que dejaron arriba se escuchaba en
la calle empinada. Ni siquiera el sonido del timbre que la Ñata, estirándose al
máximo para alcanzarlo, apretaba
nerviosamente porque venía con cuarentaicinco minutos de retraso.
DULCE Y
PROVOCATIVA
Dulce y provocativa Blanca Delicia
estaba en sus cuarenta como una princesa. No podía yo dejar de desearla, a
pesar de las circunstancias comprometidas en su vida privada de señora de
sociedad con marido y familia. (Dos —también monumentales— hijas adolescentes
de talla aún mayor que la bella mamá).
Tampoco podía yo callarme la pasión que
los pocos encuentros “casuales” con la
magnífica mujer despertaban en mi espíritu. La pícara mirada —¿Blanca
Malicia?— de sus ojos brillantes me enloquecía.
Y no podía disimular dulce y
provocativa Blanca Delicia el agrado que en ella producía mi coqueteo.
Entonces supe que su marido, millonario
criador de caballos finos, rudo y fiero, la trataba como a una sirvienta. Lo
que le dolía en el alma a Blanca Delicia, y soportaba callada por no sé qué
misteriosa razón —que no el dinero, seguro, porque el tipo sabía conseguirlo a
montones, pero no era muy generoso para gastarlo—.
Fui discreto testigo —los esperé una
tarde de Domingo en el parque de la Estrella, antes de misa en Los Dolores— de
la violencia con que el bárbaro la trataba, cuando pude oír la vulgaridad y el irrespeto con que le reclamó la supuesta
demora para algún asunto trivial; y comprendí el efecto benigno y anestésico
que mis palabras enamoradas causaban en los sentimientos de la delicada
mujer...
* *
*
La primera vez que entré en su casa —no
mucho después del incidente dominical que me decidió definitivamente a
buscarla—, llevaba la disculpa perfecta. Cada instante de aquella visita
“técnica” a su casa, en una hora de la mañana cuando solo estaban Blanca
Delicia y las atareadas mujeres del servicio, se quedó grabado en mi. La veo, y
puedo sentirla, y oler el perfume de su cuerpo, cuando se asomó arriba de las
escaleras, en el descanso de las cuales examinaba yo un par de pequeñas
esculturas de Edgar Negret, por lo que la tomó de sorpresa encontrarme tan
cerca, estando apenas cubierta por la toalla con la que se estaría secando del
baño en el momento que le anunciaron la llagada “del señor que va a avaluar los
cuadros”. Porque tampoco sabía la deliciosa señora que sería precisamente yo
quien aparecería a hacer el reconocimiento de ciertas pinturas que antes de
salir por la mañana le anunciara el marido... Subí rápido los escalones que nos
separaban, sin escuchar las disculpas y explicaciones de que no sabía que
estuviera yo ahí y menos que fuera alguien conocido a quien le anunciaran, que
en semejante facha no se hubiera asomado -¡por supuesto!- y que pensaba que
sería más tarde la diligencia...
Lavada de maquillajes la cara de
facciones perfectas, húmeda la melena abundante, desnudos el cuello y los
hombros, la imponente mujer deslumbraba. Dirigí mi beso decididamente a la boca
voluptuosa y mórbida, pero un ágil movimiento hizo que quedara a unos
milímetros de la comisura. Alguna porción de su piel, de indecible textura,
alcanzaron a morder mis labios ávidos. Bajaba mi mano en una lenta caricia
desde la espalda hasta la parte alta de las nalgas muy firmes, que me
transmitieron a través de la fina toalla una sensación apabullante.
Me mandó a esperarla abajo la nerviosa
mujer –me dio una palmadita, más cómplice que punitiva, en la misma mano que
pretendía recorrerla toda...—, pero temblaba su voz mientras me aseguraba que
no demoraría en estar de nuevo conmigo para mostrarme las pinturas de mi
motivo.
Dos
semanas después oí su voz enamorada por el teléfono. Desde entonces somos
amantes para siempre. Adornan mi despacho las coloridas miniaturas geométricas
del Maestro payanés; y el criador de caballos, como era de suponerse, nos busca
para matarnos.
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