miércoles, 19 de octubre de 2016

LA GATA ÑATA




LA GATA ÑATA


         Arrimó la silla y se sentó como siempre, en el borde del cojín con los pies cruzados y enganchados en una de las patas de la mesa. Sacó de la cartera una caja de plástico con maquillaje, cuyo espejo acercó a las cejas para peinárselas con la yema del dedo, que mojaba coquetamente con saliva.
         -Hoy si quedé bien mamada papito... Qué voleo tan berraco!!!-. Empezó a hablar La Ñata al mismo tiempo que a arreglarse, mirando al espejo con los ojos entrecerrados para templar los párpados, sin importarle que ninguno le pusiera atención. Ni P., quien también sin mirarla se había limitado a pasarle el brazo sobre los hombros desde el momento que se sentó a su lado, las sillas bien arrimadas. -Movete pues mi amor que me coge la noche, y vos sabés cómo se ha vuelto esa vieja de jodida…-, le dijo La Ñata como si le hablara al espejito.
         Con excepción de otra mesa al fondo del salón, sobre la cual dormían dos borrachos de vestido de paño y corbata, entre botellas, vasos de cerveza a medio llenar y ceniceros repletos; y la de P. y los amigos al lado de la gran vidriera que daba a la calle, la de siempre, las demás mesas del Caracol Rojo tenían ya montados patasarriba los cuatro asientos de metal y cordobán, de la manera que los organizaba Gildardo, el aseador, para barrer y trapear antes de cerrar.
         -Me acabo de tomar esta cervecita y nos vamos, ¿sí mami?- Le acercó P. la boca  hasta rozarle la oreja. Y la mano, helada y húmeda por el contacto con el vaso, se metió suavemente  por la rendija entre los muslos apretados contra la diminuta falda de  vibrante raso sintético.
         Caminaron despacio por la acera desierta. P. con el brazo sobre los hombros de la Ñata que ahora sostenían, sin ponérselo del todo, el saco de lana del mismo color de la falda; y ella abrazándolo por la cintura, debajo de la pesada chaqueta de cuero. Algunos taxis pasaban por la calzada humedecida por el rocío, en la que se reflejaban las luces de mercurio del alumbrado y los avisos coloridos de los comercios. La calle se iba inclinando suavemente hacia arriba, y  mientras que la mujer caminaba erguida y firme, las cervezas habían hecho inseguro el andar de P., y mostraban sus efectos en el desvío de la mirada y el desarreglo de la melena.
         Pararon a comer en la olla del Gitano, en la esquina del Palacio Arzobispal, porque el Zarco, famoso por la lengua sudada y las albóndigas con corazón de tocino al frente del Banco de la República, ya había levantado el entable.
         Fumaron en silencio mientras pasaban los bares bulliciosos  de ambos lados de la calle, que se hacían más numerosos  a medida que subían hacia Bomberos y doblaban a la izquierda por la falda de Nuestra Señora.
       En todo el trayecto sólo habían hablado para pedir la comida; y la Ñata, cuando con el cigarrillo en la boca, frotándose uno de los tobillos, prendida con la otra mano del brazo de P., se quejó de “estos hijueputas tacones” que le apretaban los pies hinchados por el trajín de toda la tarde y la noche en el café.
         Arenales hervía del agite a las dos y media de la mañana. Taxis y automóviles particulares transitaban despacio, bómper contra bómper, por las calles que se hacían más estrechas por los muchos carros parqueados descuidadamente a lado y lado. Había luces en todas las ventanas, y de todos los portones, en los que había mujeres y borrachos y maricas, salían bocanadas de humo y oleadas estridentes de música bailable. Olía a fritanga, a trago, a desodorante ambiental, a cigarrillo, a perfume ordinario, a vómito...
         Caminaron hasta el final de la bulla, hasta la esquina donde las calles empezaban a bajar y comenzaban otra vez las tinieblas y la soledad del amanecer.
            Había cuatro o cinco carros parqueados discretamente al frente del portón de hojalata, que con una pequeña ventana en la parte alta, al extremo izquierdo, eran lo único que tenía la enorme fachada de cemento encalado de la célebre casa de Olivia Rubio. Sólo el eco lejano del barrio que dejaron arriba se escuchaba en la calle empinada. Ni siquiera el sonido del timbre que la Ñata, estirándose al máximo para  alcanzarlo, apretaba nerviosamente porque venía con cuarentaicinco minutos de retraso.




DULCE Y PROVOCATIVA

         Dulce y provocativa Blanca Delicia estaba en sus cuarenta como una princesa. No podía yo dejar de desearla, a pesar de las circunstancias comprometidas en su vida privada de señora de sociedad con marido y familia. (Dos —también monumentales— hijas adolescentes de talla aún mayor que la bella mamá).
         Tampoco podía yo callarme la pasión que los pocos encuentros “casuales” con la  magnífica mujer despertaban en mi espíritu. La pícara mirada —¿Blanca Malicia?— de sus ojos brillantes me enloquecía.
         Y no podía disimular dulce y provocativa Blanca Delicia el agrado que en ella producía  mi coqueteo.
         Entonces supe que su marido, millonario criador de caballos finos, rudo y fiero, la trataba como a una sirvienta. Lo que le dolía en el alma a Blanca Delicia, y soportaba callada por no sé qué misteriosa razón —que no el dinero, seguro, porque el tipo sabía conseguirlo a montones, pero no era muy generoso para gastarlo—.
         Fui discreto testigo —los esperé una tarde de Domingo en el parque de la Estrella, antes de misa en Los Dolores— de la violencia con que el bárbaro la trataba, cuando pude oír la vulgaridad  y el irrespeto con que le reclamó la supuesta demora para algún asunto trivial; y comprendí el efecto benigno y anestésico que mis palabras enamoradas causaban en los sentimientos de la delicada mujer...

*     *     *

         La primera vez que entré en su casa —no mucho después del incidente dominical que me decidió definitivamente a buscarla—, llevaba la disculpa perfecta. Cada instante de aquella visita “técnica” a su casa, en una hora de la mañana cuando solo estaban Blanca Delicia y las atareadas mujeres del servicio, se quedó grabado en mi. La veo, y puedo sentirla, y oler el perfume de su cuerpo, cuando se asomó arriba de las escaleras, en el descanso de las cuales examinaba yo un par de pequeñas esculturas de Edgar Negret, por lo que la tomó de sorpresa encontrarme tan cerca, estando apenas cubierta por la toalla con la que se estaría secando del baño en el momento que le anunciaron la llagada “del señor que va a avaluar los cuadros”. Porque tampoco sabía la deliciosa señora que sería precisamente yo quien aparecería a hacer el reconocimiento de ciertas pinturas que antes de salir por la mañana le anunciara el marido... Subí rápido los escalones que nos separaban, sin escuchar las disculpas y explicaciones de que no sabía que estuviera yo ahí y menos que fuera alguien conocido a quien le anunciaran, que en semejante facha no se hubiera asomado -¡por supuesto!- y que pensaba que sería más tarde la diligencia...
         Lavada de maquillajes la cara de facciones perfectas, húmeda la melena abundante, desnudos el cuello y los hombros, la imponente mujer deslumbraba. Dirigí mi beso decididamente a la boca voluptuosa y mórbida, pero un ágil movimiento hizo que quedara a unos milímetros de la comisura. Alguna porción de su piel, de indecible textura, alcanzaron a morder mis labios ávidos. Bajaba mi mano en una lenta caricia desde la espalda hasta la parte alta de las nalgas muy firmes, que me transmitieron a través de la fina toalla una sensación apabullante.
         Me mandó a esperarla abajo la nerviosa mujer –me dio una palmadita, más cómplice que punitiva, en la misma mano que pretendía recorrerla toda...—, pero temblaba su voz mientras me aseguraba que no demoraría en estar de nuevo conmigo para mostrarme las pinturas de mi motivo.


            Dos semanas después oí su voz enamorada por el teléfono. Desde entonces somos amantes para siempre. Adornan mi despacho las coloridas miniaturas geométricas del Maestro payanés; y el criador de caballos, como era de suponerse, nos busca para matarnos.

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