UN SOLO DADO
Maduro les contó todo lo que se podía
saber en la plaza y alrededores sobre el demoníaco personaje, que parecía tan
poquito y estaba tan bien camuflado entre esa maraña de facinerosos que
conformaban el cartel local, que no era de poca monta.
El muchacho era como una abeja y había
estado metido en todas partes y con todo el mundo. Además como un radar, daba
razón de las historias más espeluznantes y de a quienes se las oyó, si es que
no las había protagonizado él mismo. Y resaltaba las coincidencias como la del
tipo que pasó por la 23 en el carro del hombre, –¿se acuerdan?– de quien
también había averiguado –un tal Raúl, alias Caleño–; y de que Marlene hubiera
mandado a La Flaca a preguntarle –¿a
quién?, a ver, ¿a quién? a este man, precisamente– Y que en la misma manzana estuvieran la
carnicería, la farmacia, el taller de motos… el antro del cruce de la otra
noche... –Sí ve llave–.
Por momentos se dirigía solamente al
Profe, como si las niñas no contaran y las quisiera mantener ajenas a todo
aquello que por supuesto sabía cómo era de delicado, y por eso más el pánico. –Sí
ve mamita– ahora mirando a la flaquita y
sacudiéndole el hombro, casi suplicándole. –Yo no sé qué pero hay que hacer
algo... Usted Profe, acá todos estamos jugados... pero tiene que destapar su
juego. ¿Si me entiende? De qué es que va–.
Y el hombre calmándolos, bajándoles el volumen
y viendo cómo se echaba al azar, ahí, en aquella reducida losa de concreto y con
un solo dado, el destino fatal de los cuatro. –¿destapar el juego? ¿cuál juego?
No, parcerito, de nada. Yo no voy de nada– les mintió El Profe, quien lo tenía
muy claro que de lo suyo no les iba a soltar ni una sílaba a aquellos
muchachitos atravesados, que actuaban únicamente por instintos elementales, y
en cuyas manos no se podía descargar ningún asunto, menos uno que requiriera
tanta prudencia como el suyo. –Yo estoy acá solamente por una cosa– hizo una
larga pausa mientras los controlaba con miradas concentradas y cargadas de
angustia –por esta mierda– mostrándoles los dedos manchados por el hollín
ambarino del basuco, que se quedó mirando con desconsuelo –y con ustedes porque
así pasó… por amistad. Yo qué sé–.
La flaquita y Maduro estaban más que
jugados –pensaba El Profe– y cada momento se exponían más, decididos a
enfrentar, retadores y arrogantes, a ese monstruo subterráneo que manejaba los
poderosos hilos del mal en La Galemba. A La Pispa había que salvarla, cuando aún
era posible sacarla de aquel infierno y devolverla para su casa, de donde nunca
debió salir. Al fin y al cabo ni ella ni Ágata eran adictas. Ni siquiera la
base de coca ni las pepas las habían pringado todavía, ni parecían portar el
misterioso duende, genético o mental que marca y condena a aquellos destinados
a quedar atrapados en lo que para tantos otros había sido lúdica rebeldía,
irresponsabilidad o simple moda. Lo sabía porque él había sido tocado por ese
azar irremediable; y todo indicaba que también Maduro, a pesar de su juventud,
era uno de los señalados para la desgracia. Lo de Ágata era más profundo que
aquello, si se podía. Muchas veces se abstenía sin ansiedades, y era la menos
metelona, pero en el resto de sus cosas estaba totalmente desbocada, y era
claro que la iban a matar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario