jueves, 10 de agosto de 2017

UN SOLO DADO

UN SOLO DADO

         Maduro les contó todo lo que se podía saber en la plaza y alrededores sobre el demoníaco personaje, que parecía tan poquito y estaba tan bien camuflado entre esa maraña de facinerosos que conformaban el cartel local, que no era de poca monta.
         El muchacho era como una abeja y había estado metido en todas partes y con todo el mundo. Además como un radar, daba razón de las historias más espeluznantes y de a quienes se las oyó, si es que no las había protagonizado él mismo. Y resaltaba las coincidencias como la del tipo que pasó por la 23 en el carro del hombre, –¿se acuerdan?– de quien también había averiguado –un tal Raúl, alias Caleño–; y de que Marlene hubiera mandado a La Flaca a preguntarle  –¿a quién?, a ver, ¿a quién? a este man, precisamente–  Y que en la misma manzana estuvieran la carnicería, la farmacia, el taller de motos… el antro del cruce de la otra noche... –Sí ve llave–.
         Por momentos se dirigía solamente al Profe, como si las niñas no contaran y las quisiera mantener ajenas a todo aquello que por supuesto sabía cómo era de delicado, y por eso más el pánico. –Sí ve mamita–  ahora mirando a la flaquita y sacudiéndole el hombro, casi suplicándole. –Yo no sé qué pero hay que hacer algo... Usted Profe, acá todos estamos jugados... pero tiene que destapar su juego. ¿Si me entiende? De qué es que va–.
Y el hombre calmándolos, bajándoles el volumen y viendo cómo se echaba al azar, ahí, en aquella reducida losa de concreto y con un solo dado, el destino fatal de los cuatro. –¿destapar el juego? ¿cuál juego? No, parcerito, de nada. Yo no voy de nada– les mintió El Profe, quien lo tenía muy claro que de lo suyo no les iba a soltar ni una sílaba a aquellos muchachitos atravesados, que actuaban únicamente por instintos elementales, y en cuyas manos no se podía descargar ningún asunto, menos uno que requiriera tanta prudencia como el suyo. –Yo estoy acá solamente por una cosa– hizo una larga pausa mientras los controlaba con miradas concentradas y cargadas de angustia –por esta mierda– mostrándoles los dedos manchados por el hollín ambarino del basuco, que se quedó mirando con desconsuelo –y con ustedes porque así pasó… por amistad. Yo qué sé–. 

         La flaquita y Maduro estaban más que jugados –pensaba El Profe– y cada momento se exponían más, decididos a enfrentar, retadores y arrogantes, a ese monstruo subterráneo que manejaba los poderosos hilos del mal en La Galemba. A La Pispa había que salvarla, cuando aún era posible sacarla de aquel infierno y devolverla para su casa, de donde nunca debió salir. Al fin y al cabo ni ella ni Ágata eran adictas. Ni siquiera la base de coca ni las pepas las habían pringado todavía, ni parecían portar el misterioso duende, genético o mental que marca y condena a aquellos destinados a quedar atrapados en lo que para tantos otros había sido lúdica rebeldía, irresponsabilidad o simple moda. Lo sabía porque él había sido tocado por ese azar irremediable; y todo indicaba que también Maduro, a pesar de su juventud, era uno de los señalados para la desgracia. Lo de Ágata era más profundo que aquello, si se podía. Muchas veces se abstenía sin ansiedades, y era la menos metelona, pero en el resto de sus cosas estaba totalmente desbocada, y era claro que la iban a matar.

           

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