POR SAPA
La flaquita Ágata estaba poseída por
una mezcla tal de odio y de fastidio que ni se inmutó con la situación. Ni
siquiera las amenazas de lo que le advertían con tanto énfasis aquellos quienes
eran literalmente los dos únicos hombres de su vida, la desviaban un grado de
su decidido rumbo en tirabuzón, el cual había tomado mucho antes de la
desaparición de su mamá, desde sus primeros despertares en el uso de razón,
vividos de pocilga en pocilga. Años de abusos, de abandonos, de carencias, de
trashumancia en un espacio de unas cuantas cuadras a la redonda. En el instinto
tenía instalada una sola actitud: iba de frente, con todo, a darse contra lo
que fuera. Las violaciones, los maltratos, el desamor de la vida para con ella se
sumaban para avivar la violencia y la magnitud de su desboque. Se precipitaba
imparable por el camino más cercano hacia la muerte. Estaba claro que no
pasaría de su temprana adolescencia, y parecía como si ya hubiera vivido y experimentado todo lo que le
interesaba, a altísimas revoluciones. Igual que Maduro. De cierta manera se
sentían indiferentemente preparados para morir. Al Profe lo desconcertaban ese
par de niñitos, mucho menores que los hijos de sus amigos y que muchos de sus
sobrinos, que afrontaran la vida con semejante desdén, ausentes por completo el
temor y la previsión en el corto listado de sus preocupaciones.
Estaba consternado con la magnitud que
tomaban las cosas, y por la increíble coincidencia con sus propios intereses
inquisitorios y lo que le iban descubriendo, en tal frescura, Maduro con
semejantes cuentos y Ágata en su descabellada intriga suicida.
La
pobre Pispa comenzó a temblar de manera convulsiva y difícilmente pudo poner el
tablero de madera prensada que servía de puerta en el piso. Se descompuso de
tal manera que El Profe se pasó a su lado –se sentó sobre la tapa luego de
terminar de acomodarla– y la abrazó con ternura para calmarla. El ambiente,
pesado y maluco, se sentía vibrar.
–¡Ay, marica! Ágata, esa es la chimbada
suya con lo del velorio, ¿no?– reaccionó La Pispa como si se despertara de un
sueño en el que estuviera sumida desde que se voló de la casa, hacía ya más de
un año. –¡Usted me dijo que la iban a matar! Tiene que haber pasado algo más
con ese perro. Dígales, flaquita– Y arrancó con el cuento incitada por las
miradas interrogadoras de los dos hombres y a pesar del gesto de reclamo y
mucha rabia de Ágata. Por sapa.
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