lunes, 21 de agosto de 2017

POR SAPA


         POR SAPA

         La flaquita Ágata estaba poseída por una mezcla tal de odio y de fastidio que ni se inmutó con la situación. Ni siquiera las amenazas de lo que le advertían con tanto énfasis aquellos quienes eran literalmente los dos únicos hombres de su vida, la desviaban un grado de su decidido rumbo en tirabuzón, el cual había tomado mucho antes de la desaparición de su mamá, desde sus primeros despertares en el uso de razón, vividos de pocilga en pocilga. Años de abusos, de abandonos, de carencias, de trashumancia en un espacio de unas cuantas cuadras a la redonda. En el instinto tenía instalada una sola actitud: iba de frente, con todo, a darse contra lo que fuera. Las violaciones, los maltratos, el desamor de la vida para con ella se sumaban para avivar la violencia y la magnitud de su desboque. Se precipitaba imparable por el camino más cercano hacia la muerte. Estaba claro que no pasaría de su temprana adolescencia, y parecía como si ya  hubiera vivido y experimentado todo lo que le interesaba, a altísimas revoluciones. Igual que Maduro. De cierta manera se sentían indiferentemente preparados para morir. Al Profe lo desconcertaban ese par de niñitos, mucho menores que los hijos de sus amigos y que muchos de sus sobrinos, que afrontaran la vida con semejante desdén, ausentes por completo el temor y la previsión en el corto listado de sus preocupaciones.   
         Estaba consternado con la magnitud que tomaban las cosas, y por la increíble coincidencia con sus propios intereses inquisitorios y lo que le iban descubriendo, en tal frescura, Maduro con semejantes cuentos y Ágata en su descabellada intriga suicida.
         La pobre Pispa comenzó a temblar de manera convulsiva y difícilmente pudo poner el tablero de madera prensada que servía de puerta en el piso. Se descompuso de tal manera que El Profe se pasó a su lado –se sentó sobre la tapa luego de terminar de acomodarla– y la abrazó con ternura para calmarla. El ambiente, pesado y maluco, se sentía vibrar. 

        

         –¡Ay, marica! Ágata, esa es la chimbada suya con lo del velorio, ¿no?– reaccionó La Pispa como si se despertara de un sueño en el que estuviera sumida desde que se voló de la casa, hacía ya más de un año. –¡Usted me dijo que la iban a matar! Tiene que haber pasado algo más con ese perro. Dígales, flaquita– Y arrancó con el cuento incitada por las miradas interrogadoras de los dos hombres y a pesar del gesto de reclamo y mucha rabia de Ágata. Por sapa.     

No hay comentarios:

Publicar un comentario