miércoles, 6 de septiembre de 2017

LO OTRO



LO OTRO

         Maduro se tenía que ir. Se paró de pronto y salió volado, luego de pedirle espacio al Profe en la puerta. –Yo me tengo que abrir... ¡ojo! Profe, ábrame paso– cogiéndolo del antebrazo con suavidad –¡qué falla! después hablamos, después hablamos– Y ya desaparecido por el roto del piso y muy pasito –Un cruce delicado, a lo bien–. Ya sabía lo que estaba contando La Pispa sobre las güevonadas de la flaquita de que se iba a morir y que “las honras fúnebres” y que tales. Si hasta había estado dizque reservándole el local del bar al cucho del Rayito para el velorio y no sé cuantas.
         El tal cruce era llevar un “servientrega”, como les decía a los domicilios de droga que les hacía a los clientes encorbatados de Romano. Delicado, porque éste era para uno re duro. Habían quedado de recibirlo en la portería del edificio en el centro, temprano por la noche y ahí mismo darle el billete, incluida su comisión.
         Mientras esperaba en la puerta de la vidriera vio abrirse sobre el vestíbulo bien iluminado, el ascensor con un man y tres viejitas que le recibieron al portero una bolsa de supermercado, que revelaba botellas; se volvió a cerrar y siguió para el doce. Entró Maduro y en el mostrador se sacó de la bragueta el paquete de plástico que el portero metió en un sobre de manila luego de haberle entregado, contados, varios billetes. Estuvo tentado a preguntarle por el tipo con las sardinas en el elevador, que no pudo ver bien pero se le pareció tanto a Matíz. Un destello de sensatez lo dejo callado y se quedó con semejante duda. Y la de quién era el de arriba, Don Darío, cómo lo llamaban en clave para las entregas, que ya eran varias. Pero nada que lo delate más a uno que la preguntadera... boleta pura. Así de sicosiado estaría.


         Maduro se fue y La Pispa le comenzó a hablar con más frescura a la flaquita para calmarla de la rabia con ella por estar contando lo que todos sabían; hasta El Profe, que había oído algo pero seguía pidiendo detalles de todas esas locuras de irse a escoger en la diecinueve las telas fosforescentes en que la envolvieran para enterrarla, y el color de las veladoras en la tienda de Los Agustinos. –Si ve que no pasa nada, flaquita. Es por su bien. Ya que no está Maduro dígale al Profe lo otro. Tenemos que confiar en este bacán, Agatica...–

         Lo otro era que donde Matíz no habían sido las cosas como ella les dijo –pero Maduro no puede saber Profe, júreme. Usted sabe cómo es ese niño de atravesado... Yo a ese man no le pregunté nada, mentiras. Yo me lo estoy es calentando–.

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