domingo, 22 de octubre de 2017

NINGÚN DON DARÍO

NINGÚN DON DARÍO


         Cuando Maduro regresó de su diligencia, con salchichón y panes, los otros ya se habían bajado para el apartamento empujados por el frío de esa noche, iluminada por una luna esplendorosa pero helada.

         –Ando todo paranoico con ese personaje ¡qué güevonada! No se me quita que era él en ese ascensor, con tres culicagadas–¿Dónde? ¿cuándo? ¿Matíz?– le preguntó El Profe, intrigado como siempre y obsesionado con lo que les había oído a las niñas y las cosas que estaban ocurriendo.
         –Ahorita, en el edificio morado, por La Catedral; subieron al último piso y yo creo que para allá también iba la merca que llevé. Lo que pasa es que no dejan pasar de la portería, un man todo aletoso. ¿Usted no sabe Profe qué duros tienen oficinas ahí? un tal don Darío–.
         Claro que sabía pero no le dijo nada. Disimuló con más preguntas... –¿El morado nuevo? ¿Tres sardinas? ¿Buenas?–
         Y claro que podía ser Matíz el del ascensor. Las oficinas no eran de ningún don Darío, eran las del célebre doctor DD, Dimas Dávila, casi nada. El joven heredero del mayor poder político en el Departamento. Y podía ser Matíz porque se conocían, también en la universidad, donde Dávila había sido uno de esos alumnos eternos dedicados a la politiquería y a la intriga, que había comenzado adueñándose de ésta por medio de artimañas electoreras, patinando entre distintas carreras y especulando con créditos académicos, al tiempo que lo hacía en la calle entre los directorios locales llevando y trayendo patrañas. Muertos o en la cárcel sus poderosos patrones, era inmenso el poder que ostentaba y sin fondo su fortuna personal alimentada sin medida por la teta pública, por su buena porción del pastel presupuestal al que sumaba sus innumerables y valiosas propiedades de las que alardeaba con el fajo de escrituras que guardaba en la caja fuerte, conseguidas a punta de leguleyadas y lapicero. Había ocupado por cortos períodos varios puestos directivos en las empresas públicas más importantes y se aseguraba que iba a ser alcalde.
        
         No comió pero les dijo a las niñas (quienes “muertas de hambre”, como siempre, se habían abalanzado sobre el mecato) que le guardaran. Cogió una de sus cobijas, se la puso en los hombros y mientras salía le dijo a Maduro que subieran a la terraza: –tengo que hablar una cosa con usted, llavecita. Pero primero vaya por más roncito ¿sí? media, que después cuadramos. Para este frío tan hijueputa–.

No hay comentarios:

Publicar un comentario