PASAR POR SALENTO
Para ir a ver los bosques de palma de La
Ceja y El Tochecito hay que pasar por Salento y subir hasta cruzar a la
vertiente oriental de la cordillera, donde se encuentra esta maravilla de
territorio del municipio tolimense de Cajamarca, de apretados bosques de las
más imponentes palmas quindianas que sobreviven entre empinados potreros de
ínfima ganadería que todavía permiten “patrasear” el proceso y recuperar una
buena porción de lo que bien puede ser uno de los más exclusivos ambientes del
planeta. Sin exagerar. Es el momento de recuperar aquellos bosques únicos, y
estando allí se reafirma la necesidad que había de frenar el famoso proyecto
minero de La Colosa, precisamente por esos lados.
Las elevadas Palmas de Cera estaban
cargadas de frutos en racimos del color de la candela, y por tanto los pájaros andaban
de fiesta. No se dejaron fotografiar los famosos loritos Orejiamarillos, pero
sí los vimos, y como dicen los pajarólogos, tuvimos su registro auditivo, que
también vale. Las demás aves parecían encantadas de vernos y les hicieron show
a las cámaras. El Cacique Montañero, azabache y amarillo, pariente de la
Calandria y la Oropéndola; el colorido y travieso Carpintero Carmesí que nos
cansó de verlo saltando de un arbusto al otro en un barranco; y un par de
rapaces que ni se inmutaron con nosotros a unos pocos metros, en las copas de
los árboles que por las pendientes de la ladera quedan al nivel de la
carretera. Una joven Águila Paramuna y un vigoroso Gavilán Caminero, o Pollero,
vigilando sus dominios.
Para ver esas maravillas vegetales y
observar las aves que las habitan y respirar su aire exquisito hay que pasar
por Salento; y ahí está el problema si
es un domingo de puente festivo o temporada de vacaciones, porque el bello
pueblo se colapsa con la multitud de visitantes que llenan hasta su último
rincón del poco espacio que dejan los carros y las camionetas y los buses en
que llegan. Tumulto que se extiende hasta el valle de Cocóra.
De venida, porque no había paso para
salir por Cajamarca como era el propósito, nos tomó una hora atravesar de nuevo
aquella población, donde se armó un monumental enredo de vehículos, los unos
bregando a entrar y los otros a salir. Tenaz.
Qué belleza de pueblo es Salento. El
lugar privilegiado que ocupa, asomado sobre la cuenca del rio Quindío y la
ondulada zona cafetera a los pies de la cordillera. Su arquitectura bien
conservada de esplendoroso colorido y amplios aleros; y su plato icónico de
trucha de la región, frita, asada o al gratín sobre un patacón tostado más
grande que la bandeja. Qué buenos sus hospedajes de todas las categorías y qué
delicia de clima. Pero qué gentío.
Uno se pregunta cómo serán las cosas en
sus entrañas sanitarias, y si resistirá la infraestructura con todo lo que
requiere tal multitud allí de paso. ¿Cuánta gente cabe en Salento? ¿Cuántas
personas y cuántos automóviles pueden llegar hasta Cocóra sin poner en serio
riesgo la tranquilidad y la pureza del ambiente?
Yo siempre había mirado con envidia el
gran desarrollo del turismo en nuestro vecindario, particularmente en el
Quindío, y protestaba por el descuido de Caldas con respecto a su provincia en
esta materia, con semejantes pueblos y semejante geografía; pero ahora, luego
de tener que pasar por Salento en un domingo de puente festivo, hago fuerza
para que aquella avalancha humana que lo invadía no se entere de que existen
Salamina y Aguadas y Marulanda y Samaria y Pensilvania y etc. etc. etc.
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