Más que
sobrino mayor Poncho Mejía era mi llave, uno de mis parceros. Y con el tiempo
se fue convirtiendo también en uno de mis héroes, a medida que fue haciendo su
vida lo que fue. Una vida como los cánones mandan, con todas las de la ley. Una
vida con éxito, impecable, aventurera, vivida con sensibilidad y con buen
gusto.
Una vida bien
administrada y frenética, como las de quienes saben que será corta, que morirán
jóvenes, como mueren “los preferidos de los dioses”.
Siempre lo
consideré como un hijo, a pesar de los celos de mi hermano Pablo, y casi que de
su desaprobación, dado que siempre controvertimos y no me consideraba la mejor
compañía para su único hijo. Pero Poncho fue mucho más hipi que lo que su papá
hubiera querido, y por compatibilidad fuimos amigos desde que siendo un niñito
me acompañaba a caminar por los alrededores de la finca de mis padres, sus
abuelos, en donde gobernaba con un sombrero de vaquero y un bastón perrero.
Recogía todo tipo de bichos para que se los identificara, y había que prevenirlo
para que no fuera a echarle mano a una rabodeají o a un gusano pollo.
Con esa
misma curiosidad vivió sus andanzas, ensayando deportes extremos y probando
cuanta comida exótica le presentaban en las calles o en donde fuera. Comió
hasta alacranes, y le dijo que no a las tarántulas pero no por escrúpulos sino
por la rara fobia que les cogió después de que jugaba con ellas en la infancia.
Tal vez lo traumó un episodio con una muy grande que descubrió cerca de la
cabeza del abuelo, quien hacía la siesta. El jaleo que se armó, casi en
silencio para no despertar al cucho (a quien le hubiera dado un infarto, del
pavor que les tenía) y sacar ese animal, debieron impresionarlo.
Fobia que
llegó a su culmen una noche que pasaron en la selva cerca de Leticia, Amazonas,
con Ana, su novia de entonces, y un caminante holandés, cuando los dejó solos
el guía indígena, dizque para bajar a pescar, y tuvo Poncho la pésima idea de
alumbrar con la linterna los alrededores de la ramada abierta donde colgaron
las hamacas. Él hablaba de cientos pero si era cierto que había varias arañas,
y de buena talla, que lo hicieron pasar su noche más amarga, envuelto en la
hamaca y custodiado por sus acompañantes, casi en vela. Ayudarle a superar ese
trauma y a recuperar sus relaciones con los nobles arácnidos, fue una de esas
cosas que se nos quedaron por hacer.
Nos fuimos
dos de sus primos y yo a seguirle los pasos por las tierras de los aztecas, a
un viaje que habría de ser con él, quien pensaba que tenía que volver y me había
convencido finalmente de saciar esas ganas de toda la vida cuando regresó hace
no sé cuantos años, con chiles y dulces de regalo y mil cuentos con su carreta
desbordada.
Nos fuimos
a seguirle apenas unos cuantos de sus pasos, que también fueron desbordados por
buena parte del planeta, y que tenía juiciosamente señalados con estoperoles de
colores unidos con hilo en un bello mapamundi de pared. Solo le faltaron el norte del Asia y África,
donde planeaba cumplir los cuarenta años; pero no pudo hacerlo.
Los
cuarenta los cumplió en Europa, a donde se fue con su mamá y con su tía, unos
meses antes de morirse, en un viaje milagroso que habían planeado con Pablo,
quien a punto de su muerte, también unos meses antes (seguramente precipitada
por el mazazo que fue para todos la recaída de Poncho, después de doce años de
una vida tan intensa que todo parecía superado), decidió con Alfonso que lo
hicieran cuanto antes, ya sin él. Se llevaron las cenizas del hombre e hicieron
un recorrido maravilloso durante el cual no solamente no tuvo este bacán el
menor malestar, sino que puso a trotar a las señoras por absolutamente todas
partes. Esto entre dos quimioterapias.
Yo le
decía que siguiera viajando, a ver si era esa la manera de mantenerse así de
bien. Hablamos de ir a México, y no dudé que sería posible; pero a partir de su
regreso de Europa comenzó un deterioro aterrador de su salud, que lo llevó a la
muerte luego de la más desgarradora pérdida paulatina de las facultades motoras
y comunicativas, hasta el punto que no podía ni hablar, ni escribir y ni
siquiera recurrir a las señales o a la mímica para la más elemental
manifestación. Fue un golpe “como del odio de Dios”, para una persona tan buena
como Poncho; semejante verraco… Un tipo de esos que si así fuéramos todos, este
sería el paraíso.
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