ARRIBA EL CIELO
El Profe había evitado encontrarse con
Matíz desde que descubrió su presencia en el vecindario, y solamente volvió a
oír de él cuando aparecieron los muchachos discutiendo sobre la visita de la
flaquita a la carnicería y lo escogieron para que arbitrara en el asunto.
En la U lo tenía referenciado y nunca
le había gustado el personaje, quien sin ninguna razón palpable le inspiraba
una oscura repulsión. Jamás se habían acercado más allá de compartir aulas de
clase, y nunca habían cruzado una palabra. Esta fue la razón por la que sintió
algo cercano al pánico cuando descubrió, recién comenzadas sus incursiones en
el sector y cuando armaba las primeras piezas del rompecabezas de su osado plan
investigativo, que ese mismo Matíz, que solo mencionar le provocaba escalofríos,
era el dueño de uno de los principales negocios en toda la pepa de la zona.
Nunca volvió a transitar por esa cuadra, y vigilaba cuidadosamente los lugares
que iba a recorrer y los sitios que visitaría para asegurarse de que el tipo no
lo descubriera; y eso que ni tenía claro, de lo extraños que siempre fueron, si
lo reconocería. Pero no iba a comprobarlo, porque desde el momento mismo que
supo de la carnicería de Matíz, El Profe tuvo un sombrío presentimiento que con
el tiempo se revelaría profético. No volvió ni a donde Romano, pero quedó con
el tipo en buenas relaciones, y solamente
a él le compraba su vicio, cuando tenía con qué, por intermedio de los
muchachos, quienes sí callejeaban día y noche y se metían hasta en los rotos
más insólitos.
Esa tarde estaba estudiando y
preparando un ensayo que le debía, atrasadísimo, al instituto de cultura. Se
había tomado para trabajar la diminuta terraza del edificio, cubierta por
cuatro tejas de asbesto donde estaban los tanques de agua, que ofrecía un
camuflado mirador en medio de aquel caos urbano de vetustas casonas de
bahareque confundidas entre amorfas y sucias construcciones de grosera
mampostería convertidas la mayoría en paupérrimos inquilinatos. Un increíble
refugio que algunas noches era también el lugar perfecto para beber, para fumar
y para mirar arriba el cielo y a los pies la Galemba. A veces hacían hasta
asados en una parrillita de cien pesos de los recicladeros de abajo, encima de
dos ladrillos y otros cien pesos de carbón.
Maduro subió primero. Apareció por la
boca de la escalera de gato por la que se llegaba a la terraza y sin saludar se
sentó al lado del Profe y comenzó a hablar mientras armaba un cacho con la
yerba que llevaba en el puño cerrado: –Profe, bacán, hable usted con la
flaquita que está toda azarada y putísima conmigo. Ahí la pillamos saliendo de
donde ese mono hijueputa, y no quiere decir en qué anda…–¿Mono, cuál mono? Maduro.
¿De qué me está hablando?–Ése Matíz, el carnicero. Ese man es una gonorrea,
Profe. Después le cuento…–
En esas subieron las niñas con un tarro
de plástico con fríjoles que le mandó doña Marina, y arepa con mantequilla de
la esquina, que el hombre se comió despacio pero con hambre mientras se pasaban
el varillo.