200 LUCAS
Maduro había reconocido al personaje
que pasó manejando el carro de Matíz por la veintitrés –¡huy! ese man fue uno
de los que me recibieron a la muñeca la otra noche– les soltó mientras sacaba
la mitad del cuerpo desde la silla junto a la puerta del sitio donde tomaban
gaseosa, y seguía con la mirada al carro que avanzaba lentamente por el bulevar
semi peatonal. –¿Muñeca, cuál muñeca Maduro, cuál noche?– le replicó el Profe
mientras saltaba de su silla para asomarse. –La vieja esa que mató Romano, la
tal Marina...–
Trató en vano de identificar al chofer,
que no pudo distinguir desde atrás mientras se iba entre la multitud que
circulaba con los carros. Se sentó de nuevo y ya como sin mucho interés le
preguntó al pelado que dónde había sido ese cruce, y que por qué se había
demorado tantas horas para volver por Ágata al sopladero. –En un portón por
donde doña Maruja, al lado del cuchitril donde venden cosas viejas. Levantaron
las escalas y entramos hasta una caleta bien al fondo. Ahí me dejaron hasta el
otro día. Ni me hablaron–
–¿Ese no es el carro del carnicero?–
había preguntado La Pispa con cierta ingenuidad, que ni sabía de lo que
hablaban y a quien los hombres ignoraron como si no la oyeran y solo Ágata le
contestó con un gesto afirmativo.
Maduro había seguido contándole al
Profe que luego de esperar un rato en la caleta les salieron por otra puerta,
que daba como a un baño alargado, les recibieron “el bulto”, y siempre sin
hablarles volvieron a dejarlos encerrados, en total oscuridad. Ahí, cuando
abrieron para recibirles el cadáver fue que Maduro pudo ver al tipo, iluminado
por la poca luz del otro lado. Luego de varias horas, durante las cuales
sentían que los iban a quebrar, sentados
en el suelo, a ciegas y en un silencio apabullante –y así y todo se estaba
quedando dormido– apareció por donde entraron el mismo encapuchado que los
recibió y también callado los empujó hasta el portón, luego de levantar desde
abajo las escalas basculantes cuyo chirrido y el de las puertas eran lo único
que habían escuchado en todas esas horas. Les entregó 200 lucas y abrió para
que se fueran.
NO TENÍA QUÉ
PERDER
A los 45 años, El Profe sabía que había
tocado fondo, y que además ya no tenía qué perder; y lo único que remordía su
conciencia era el haber atormentado a sus padres con su existencia borrascosa
de buenas y malas compañías, de desórdenes de comportamiento, de modas tóxicas,
de rebeldías y desobediencias. Todo lo que los contrariaron sus chapuceos por
tres universidades en tres carreras distintas, primero en Bogotá y luego en
Manizales –donde de paso, en clases nocturnas de Derecho había conocido al
famoso Matíz–.
Había renunciado a todo. Todo le
importaba un culo excepto el basuco maldito, que lo tenía recluido en sus
mazmorras; y ahora, para tratar de redimirse y poder seguir viviendo lo que le
quedara, así de llevado pero en paz, haría lo que fuera, y pondría todo su
talento y sus saberes en la empresa suicida de descubrir lo de la desaparición
de su papá. Hecho éste que además había matado en seis meses, del estrés y de
la tristeza y del miedo y la desesperanza, a la pobre cucha que sí que menos
tenía que ver con esos perros, alimañas ponzoñosas que movían desde la
oscuridad las cuerdas del destino de quienes tuvieran la desgracia de nacer
bajo su mismo cielo. Hampones notables que determinaban quiénes iban a seguir
vivos y quienes se iban a morir, y quienes se repartirían los recursos públicos
desviados por ellos de sus justos objetivos. Robados.
El cuento descabellado de que había
sido cosa de paras nunca se lo tragó. A su padre lo había desaparecido gente de
ahí de la galemba, por órdenes de poderosos que todos conocían y a quienes
pensaba desenmascarar. Los iba a delatar así fuera lo último que hiciera en la
puta vida.
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