jueves, 29 de junio de 2017

ARRIBA EL CIELO

ARRIBA EL CIELO

         El Profe había evitado encontrarse con Matíz desde que descubrió su presencia en el vecindario, y solamente volvió a oír de él cuando aparecieron los muchachos discutiendo sobre la visita de la flaquita a la carnicería y lo escogieron para que arbitrara en el asunto.
         En la U lo tenía referenciado y nunca le había gustado el personaje, quien sin ninguna razón palpable le inspiraba una oscura repulsión. Jamás se habían acercado más allá de compartir aulas de clase, y nunca habían cruzado una palabra. Esta fue la razón por la que sintió algo cercano al pánico cuando descubrió, recién comenzadas sus incursiones en el sector y cuando armaba las primeras piezas del rompecabezas de su osado plan investigativo, que ese mismo Matíz, que solo mencionar le provocaba escalofríos, era el dueño de uno de los principales negocios en toda la pepa de la zona. Nunca volvió a transitar por esa cuadra, y vigilaba cuidadosamente los lugares que iba a recorrer y los sitios que visitaría para asegurarse de que el tipo no lo descubriera; y eso que ni tenía claro, de lo extraños que siempre fueron, si lo reconocería. Pero no iba a comprobarlo, porque desde el momento mismo que supo de la carnicería de Matíz, El Profe tuvo un sombrío presentimiento que con el tiempo se revelaría profético. No volvió ni a donde Romano, pero quedó con el tipo en buenas relaciones, y solamente  a él le compraba su vicio, cuando tenía con qué, por intermedio de los muchachos, quienes sí callejeaban día y noche y se metían hasta en los rotos más insólitos.
         Esa tarde estaba estudiando y preparando un ensayo que le debía, atrasadísimo, al instituto de cultura. Se había tomado para trabajar la diminuta terraza del edificio, cubierta por cuatro tejas de asbesto donde estaban los tanques de agua, que ofrecía un camuflado mirador en medio de aquel caos urbano de vetustas casonas de bahareque confundidas entre amorfas y sucias construcciones de grosera mampostería convertidas la mayoría en paupérrimos inquilinatos. Un increíble refugio que algunas noches era también el lugar perfecto para beber, para fumar y para mirar arriba el cielo y a los pies la Galemba. A veces hacían hasta asados en una parrillita de cien pesos de los recicladeros de abajo, encima de dos ladrillos y otros cien pesos de carbón.
         Maduro subió primero. Apareció por la boca de la escalera de gato por la que se llegaba a la terraza y sin saludar se sentó al lado del Profe y comenzó a hablar mientras armaba un cacho con la yerba que llevaba en el puño cerrado: –Profe, bacán, hable usted con la flaquita que está toda azarada y putísima conmigo. Ahí la pillamos saliendo de donde ese mono hijueputa, y no quiere decir en qué anda…–¿Mono, cuál mono? Maduro. ¿De qué me está hablando?–Ése Matíz, el carnicero. Ese man es una gonorrea, Profe. Después le cuento…–
         En esas subieron las niñas con un tarro de plástico con fríjoles que le mandó doña Marina, y arepa con mantequilla de la esquina, que el hombre se comió despacio pero con hambre mientras se pasaban el varillo.











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