CASTIGADO
Estoy en toda la mitad del patio del
colegio demarcada por las cuatro esquinas de las canchas de básquet pintadas en
el piso de cemento. Debo permanecer aquí castigado por dos largas horas,
supuestamente por burlarme del cura que interrumpió esta mañana la clase de contabilidad con
Cauchera para invitarnos dizque a un internado seminario en Santa Rosa.
En mi salón, en el centro del primer
piso del ala oriental, el único que tiene las puertas cerradas, están ahora
mismo en lo que se ha vuelto el programa de la tarde de los viernes: comerse el
mecato que todos debemos traer para el “mercadito del pobre” que ya no consiste
como antes en atados de panela, libras de arroz, cuartillas de papa o racimos
de plátano; sino que por insinuación del hermano director de grupo es ahora de
galletas de soda, mermeladas y enlatados para acompañar las historias que se
inventa el extraño personaje y relata como si fueran radionovelas. También, a
veces, presenta películas de viajes y de hazañas de alpinismo. A mí no me tocan
esas comilonas, ni las radionovelas ni las películas, porque siempre tiene un
motivo el semicura para sacarme de clase y pararme en la mitad del patio, donde
lo de menos es el sol de la tarde o el cansancio de estarse ahí quieto varias
horas seguidas. Lo tenaz es que puede aparecer Campanazo, el prefecto, único
que queda de los religiosos españoles, que según mi papá eran los mejores
educadores de Manizales (y la verdad es que viendo los mosaicos de bachilleres
en el salón de actos, ve uno que por aquí pasaron muchos cuchos importantes del
pueblo). Para ver las bestias que son ahora...
Campanazo, que así le dicen porque
tiene la columna torcida desde cuando se le vino encima una pesada campana de
bronce que tocaba, lo pilla a uno echado de clase o castigado y se le viene
flechado y ya se sabe que lo mínimo que puede esperarse es un mamonazo que lo
deja viendo estrellas, o un totazo en la cabeza con la chasca de madera, que
puede hasta descalabrarlo. El tipo se va torciendo más y más, poco a poco,
mirando fijamente con ojos iracundos, y mientras uno balbucea cualquier
explicación de pronto ¡zas!, manda semejante viajado con la mano que ya casi tocaba
el piso, impulsado por el cuerpo rechoncho, sin decir ni una palabra.
El director de curso me cogió bronca
desde el día que llegó con una de sus tarántulas y se dio cuenta de que a mi me
daba menos miedo que a él. Como el tipo se cree el putas, no consciente que
haya algunos que no salgamos gritando como niñitas apenas llega a clase con su
bicho pegado de la sotana. Y porque no soy de los que me siento con sus
lambesotanas en los partidos de intercolegiados en El Coliseo, sino que nos la
pasamos con sardinas y las cogemos de la mano, y no le hacemos barra al equipo
sino que nos ponemos a charlar y a joder.
Otro motivo de la cargadilla es el que
me sepa de memoria algunos temas por estar repitiendo el año, y a él lo que le
interesa es que todos seamos bien ignorantes para que se note más lo verraco
que es, mucho menos de lo que se cree. De sobremesa el tipo se pilló la
caricatura que hice del hermano Carepapa para pasarla de mano en mano
insinuando sus reconocidas aberraciones.
Lo único que me salva es que no sea él el del dibujo, porque la verdad
es de los poquitos de esa comunidad que no parece ser cacorro. Distinto a
Carepapa o al hermano Javier, que se les chorrean las babas viéndonos en
educación física y con la sotana levantada corretean muchachitos en los
recreos. O el tal Calavera, de quien se dice que se voló con el barrendero y
con la plata del producido de una semana de la tienda.
El hermano Omar es el más conchudo que
ni disimula para coquetearles a sus preferidos, y cuando nos reúnen en el salón
de actos lo ve uno embelesado con su cara de depravado mirando pollos mientras
el rector habla mierda interminablemente.
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