martes, 22 de noviembre de 2016

CASTIGADO



CASTIGADO

         Estoy en toda la mitad del patio del colegio demarcada por las cuatro esquinas de las canchas de básquet pintadas en el piso de cemento. Debo permanecer aquí castigado por dos largas horas, supuestamente por burlarme del cura que interrumpió  esta mañana la clase de contabilidad con Cauchera para invitarnos dizque a un internado seminario en Santa Rosa.
         En mi salón, en el centro del primer piso del ala oriental, el único que tiene las puertas cerradas, están ahora mismo en lo que se ha vuelto el programa de la tarde de los viernes: comerse el mecato que todos debemos traer para el “mercadito del pobre” que ya no consiste como antes en atados de panela, libras de arroz, cuartillas de papa o racimos de plátano; sino que por insinuación del hermano director de grupo es ahora de galletas de soda, mermeladas y enlatados para acompañar las historias que se inventa el extraño personaje y relata como si fueran radionovelas. También, a veces, presenta películas de viajes y de hazañas de alpinismo. A mí no me tocan esas comilonas, ni las radionovelas ni las películas, porque siempre tiene un motivo el semicura para sacarme de clase y pararme en la mitad del patio, donde lo de menos es el sol de la tarde o el cansancio de estarse ahí quieto varias horas seguidas. Lo tenaz es que puede aparecer Campanazo, el prefecto, único que queda de los religiosos españoles, que según mi papá eran los mejores educadores de Manizales (y la verdad es que viendo los mosaicos de bachilleres en el salón de actos, ve uno que por aquí pasaron muchos cuchos importantes del pueblo). Para ver las bestias que son ahora...
         Campanazo, que así le dicen porque tiene la columna torcida desde cuando se le vino encima una pesada campana de bronce que tocaba, lo pilla a uno echado de clase o castigado y se le viene flechado y ya se sabe que lo mínimo que puede esperarse es un mamonazo que lo deja viendo estrellas, o un totazo en la cabeza con la chasca de madera, que puede hasta descalabrarlo. El tipo se va torciendo más y más, poco a poco, mirando fijamente con ojos iracundos, y mientras uno balbucea cualquier explicación de pronto ¡zas!, manda semejante viajado con la mano que ya casi tocaba el piso, impulsado por el cuerpo rechoncho, sin decir ni una palabra.
         El director de curso me cogió bronca desde el día que llegó con una de sus tarántulas y se dio cuenta de que a mi me daba menos miedo que a él. Como el tipo se cree el putas, no consciente que haya algunos que no salgamos gritando como niñitas apenas llega a clase con su bicho pegado de la sotana. Y porque no soy de los que me siento con sus lambesotanas en los partidos de intercolegiados en El Coliseo, sino que nos la pasamos con sardinas y las cogemos de la mano, y no le hacemos barra al equipo sino que nos ponemos a charlar y a joder.
         Otro motivo de la cargadilla es el que me sepa de memoria algunos temas por estar repitiendo el año, y a él lo que le interesa es que todos seamos bien ignorantes para que se note más lo verraco que es, mucho menos de lo que se cree. De sobremesa el tipo se pilló la caricatura que hice del hermano Carepapa para pasarla de mano en mano insinuando sus reconocidas aberraciones.  Lo único que me salva es que no sea él el del dibujo, porque la verdad es de los poquitos de esa comunidad que no parece ser cacorro. Distinto a Carepapa o al hermano Javier, que se les chorrean las babas viéndonos en educación física y con la sotana levantada corretean muchachitos en los recreos. O el tal Calavera, de quien se dice que se voló con el barrendero y con la plata del producido de una semana de la tienda.
         El hermano Omar es el más conchudo que ni disimula para coquetearles a sus preferidos, y cuando nos reúnen en el salón de actos lo ve uno embelesado con su cara de depravado mirando pollos mientras el rector habla mierda interminablemente.


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