miércoles, 9 de noviembre de 2016

PIRÓMANO


PIRÓMANO

         Esa noche que vio el fuego no durmió. Lo sorprendió el amanecer recreando una y otra vez las imágenes desbocadas del pequeño incendio doméstico, pensando en lo que con aquella fuerza sobrenatural podría hacerse y tratando de explicarse lo que le parecía tan misterioso de aquel torrente de luz y de calor, que por primera vez en sus escasos años de vida conocía. Había visto muchas veces los pequeños fuegos de la vida cotidiana, y de la iglesia, y de los cumpleaños y navidades, y de las fogatas de los campamentos; y lo habían atraído. Pero sólo aquella noche, cuando se quemaron —hasta que los apagaron con algarabía los bomberos y vecinos— el garaje y la portada de la  solariega casa familiar, aprendió que no tenía límites el fuego. Y que sus poderes eran infinitos.
         Ya otra vez le había sucedido, que un acontecimiento lo dejara pensando obsesionado  durante toda la noche. Sin pegar el ojo...
         En las vacaciones de diciembre en la finca. Antes de la comida se había quedado dormido mientras veía televisión en el cuarto de las mujeres, cuando entró una de las amigas de su hermana y sin percatarse de que lo había despertado se quitó el vestido de baño para cambiarse y se estuvo desnuda mientras secaba parsimoniosamente su cuerpo de adolescente y arrebujaba con descuido entre la ropa.
         A pesar de que sabía desde hacía mucho tiempo de las diferencias anatómicas con las mujeres, era la primera vez que veía un cuerpo desarrollado de mujer. Y la primera vez que sentía esa sensación de que se inflamaba su cuerpo, y de que se quedaba irremediablemente sin respiración. Trató de simular que seguía durmiendo —a pesar de que temblaba, y de que retumbaban como golpes de tambor los latidos exaltados de su corazón— sin perder detalle de aquel espectáculo que lo abrumaba, mirando en la penumbra de los ojos entrecerrados  los senos enérgicos y el pubis sombreado y misterioso y las nalgas exuberantes. Tan diferente todo en aquel cuerpo desnudo  a lo que recordaba de las niñas del jardín infantil o de las primas de su edad, desde hacía varios años, cuando aprovechando la proliferación de muchachitos en las temperadas, se escapaban del cuidado de las mamás a mirarse con maliciosa curiosidad lo que con tanto ahínco les obligaban a ocultarse, para descubrir con algo de desilusión unas diferencias anatómicas que parecían tan naturales y sin importancia, y ahora se hacían tan deliciosamente turbadoras y alteraban de tal manera sus entrañas.
         Y así como aquella noche frenética en la finca resolvió que viviría para sentir muchas veces aquella sensación electrizante de la libido; la noche que supo de la fuerza devastadora del fuego —que le produjo un vacío en el estómago que después conocería como vértigo, y que también lo excitaba— decidió que se volvería pirómano. 


LA GATA ÑATA II

         Llegó como a las once al café y se tomó un tinto en la barra mientras le desocupaban la mesa de la ventana, donde también tomaban tinto en absoluto silencio cuatro ejecutivos olorosos a loción de afeitada que miraban periódicos y revistas. Había dormido poco y acababa de ducharse y de ponerse la misma ropa en el apartamento de los caleños, que andaban de vacaciones y le habían dejado las llaves. Pensaba esperar hasta las dos que comenzaba el turno de La Ñata, y conversar de una vez con ella las cosas como las había pensado, luego de que la dejara donde Olivia. Había seguido bebiendo un rato con Santurrón, quien lo llamó desde una ventana de un tercer piso en Arenales donde fumaban basuco, y terminaron en una cantina desolada hablando de amores tormentosos y de lo puta que estaba la vida.

         Se distrajo oyendo discutir al dueño, que al tiempo acomodaba y desacomodaba papeles y billetes en el cajón de madera de la clásica registradora, con Gildardo y una de las muchachas; con ésta como siempre por plata, tumbándola, según su principio de equilibrar la robadera, y con aquél, por el mugrero de los orinales, ignorados con desidia por quien durante el día también ejercía de embolador entre la clientela.
         “...Hay que hablar de una con La Ñata, -piensa distraído-, porque se va a acabar esa vaina tan tenaz  de que se tenga que joder de esa manera para levantar esos muchachitos, que ni ella sabe quienes son los papás, porque seguro que no son los dos del mismo papá, y que insiste empecinada en criarlos como hijos de rico; que de eso también está segura, de que los papás son gente rica, por la sencilla razón de que ella no se lo ha dado en la vida sino a ricos, a doctores, y si usted pregunta nunca va a encontrar ningún pobre pelagatos que pueda decir que le cogió  a La Ñata aunque sea una teta... Hay que hablar de una vez con ella porque se tiene que acabar por lo menos lo del puteadero, que una cosa es aguantarse uno cuando le mandan la mano o le dicen barbaridades los clientes del café, y otra muy distinta y muy maluca tenerla que dejar al amanecer en un prostíbulo, donde además la que se gana el billete grande es la arpía de Olivia, que siendo la que mejor paga no les da ni el veinte por ciento a las pobres viejas... Yo le puedo ayudar con buena parte de esa plata mensual, y me toca cerrar los ojos y tragarme las palabras de que yo no sostengo hijos ajenos, pero es que con La Ñata es distinto. Una mujer tan verraca y tan buena no se encuentra así no más...”  



MEJOR ASÍ

         Siempre lo mismo al abrir los ojos. Deslumbramiento. Pero no el de la mucha luz de la única ventana, que ataca la retina, sino el de la gélida sensación de la vida en vano, que encandila el alma; ese resplandor de la angustia por lo que lo espera. La cachetada de estar a merced de lo que sea que vaya a pasarle, la insoportable realidad de estar otra vez en sano juicio. Fija la mirada desquiciada en la mancha de humedad del cielorraso, que parece una telaraña sicodélica, mientras decide levantarse, o se sienta capaz de hacerlo... La fatiga del hambre le perfora la boca del estómago y no lo deja enderezar, y la boca la siente como de piedra pómez. Agua. Se pega de la llave como de una helada teta metálica. El lavamanos, como todo, vuelto mierda...
         En la mesa -único mueble de la pieza con el taburete de vaqueta peluda y el colchón en el suelo-  está abierta la libreta de apuntes al lado del plato lleno de picadura de cigarrillos y ceniza. Nada sabe de cómo llegó anoche. No sabe siquiera si estuvo en la mesa antes que en la cama, o si lo pusieron en ésta quienes lo trajeron, o si llegó solo... De pronto está la respuesta en la libreta: “En los terrenos sagrados del arte sólo es aceptable la búsqueda obsesiva de la perfección...” La letra es firme, y suyo el concepto, pero... ¡Qué carajo!, qué importa acordarse de cualquier cosa o de nada. Mejor así.



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