PIRÓMANO
Esa noche que vio el fuego no durmió.
Lo sorprendió el amanecer recreando una y otra vez las imágenes desbocadas del
pequeño incendio doméstico, pensando en lo que con aquella fuerza sobrenatural
podría hacerse y tratando de explicarse lo que le parecía tan misterioso de
aquel torrente de luz y de calor, que por primera vez en sus escasos años de
vida conocía. Había visto muchas veces los pequeños fuegos de la vida
cotidiana, y de la iglesia, y de los cumpleaños y navidades, y de las fogatas
de los campamentos; y lo habían atraído. Pero sólo aquella noche, cuando se
quemaron —hasta que los apagaron con algarabía los bomberos y vecinos— el
garaje y la portada de la solariega casa
familiar, aprendió que no tenía límites el fuego. Y que sus poderes eran infinitos.
Ya otra vez le había sucedido, que un
acontecimiento lo dejara pensando obsesionado
durante toda la noche. Sin pegar el ojo...
En las vacaciones de diciembre en la
finca. Antes de la comida se había quedado dormido mientras veía televisión en
el cuarto de las mujeres, cuando entró una de las amigas de su hermana y sin
percatarse de que lo había despertado se quitó el vestido de baño para
cambiarse y se estuvo desnuda mientras secaba parsimoniosamente su cuerpo de
adolescente y arrebujaba con descuido entre la ropa.
A pesar de que sabía desde hacía mucho
tiempo de las diferencias anatómicas con las mujeres, era la primera vez que
veía un cuerpo desarrollado de mujer. Y la primera vez que sentía esa sensación
de que se inflamaba su cuerpo, y de que se quedaba irremediablemente sin
respiración. Trató de simular que seguía durmiendo —a pesar de que temblaba, y
de que retumbaban como golpes de tambor los latidos exaltados de su corazón—
sin perder detalle de aquel espectáculo que lo abrumaba, mirando en la penumbra
de los ojos entrecerrados los senos
enérgicos y el pubis sombreado y misterioso y las nalgas exuberantes. Tan
diferente todo en aquel cuerpo desnudo a
lo que recordaba de las niñas del jardín infantil o de las primas de su edad,
desde hacía varios años, cuando aprovechando la proliferación de muchachitos en
las temperadas, se escapaban del cuidado de las mamás a mirarse con maliciosa
curiosidad lo que con tanto ahínco les obligaban a ocultarse, para descubrir
con algo de desilusión unas diferencias anatómicas que parecían tan naturales y
sin importancia, y ahora se hacían tan deliciosamente turbadoras y alteraban de
tal manera sus entrañas.
Y así como aquella noche frenética en
la finca resolvió que viviría para sentir muchas veces aquella sensación
electrizante de la libido; la noche que supo de la fuerza devastadora del fuego
—que le produjo un vacío en el estómago que después conocería como vértigo, y
que también lo excitaba— decidió que se volvería pirómano.
LA GATA ÑATA II
Llegó como a las once al café y se tomó
un tinto en la barra mientras le desocupaban la mesa de la ventana, donde
también tomaban tinto en absoluto silencio cuatro ejecutivos olorosos a loción
de afeitada que miraban periódicos y revistas. Había dormido poco y acababa de
ducharse y de ponerse la misma ropa en el apartamento de los caleños, que
andaban de vacaciones y le habían dejado las llaves. Pensaba esperar hasta las
dos que comenzaba el turno de La Ñata, y conversar de una vez con ella las
cosas como las había pensado, luego de que la dejara donde Olivia. Había
seguido bebiendo un rato con Santurrón, quien lo llamó desde una ventana de un
tercer piso en Arenales donde fumaban basuco, y terminaron en una cantina
desolada hablando de amores tormentosos y de lo puta que estaba la vida.
Se distrajo oyendo discutir al dueño,
que al tiempo acomodaba y desacomodaba papeles y billetes en el cajón de madera
de la clásica registradora, con Gildardo y una de las muchachas; con ésta como
siempre por plata, tumbándola, según su principio de equilibrar la robadera, y
con aquél, por el mugrero de los orinales, ignorados con desidia por quien
durante el día también ejercía de embolador entre la clientela.
“...Hay que hablar de una con La Ñata,
-piensa distraído-, porque se va a acabar esa vaina tan tenaz de que se tenga que joder de esa manera para
levantar esos muchachitos, que ni ella sabe quienes son los papás, porque
seguro que no son los dos del mismo papá, y que insiste empecinada en criarlos
como hijos de rico; que de eso también está segura, de que los papás son gente
rica, por la sencilla razón de que ella no se lo ha dado en la vida sino a
ricos, a doctores, y si usted pregunta nunca va a encontrar ningún pobre
pelagatos que pueda decir que le cogió a
La Ñata aunque sea una teta... Hay que hablar de una vez con ella porque se
tiene que acabar por lo menos lo del puteadero, que una cosa es aguantarse uno
cuando le mandan la mano o le dicen barbaridades los clientes del café, y otra
muy distinta y muy maluca tenerla que dejar al amanecer en un prostíbulo, donde
además la que se gana el billete grande es la arpía de Olivia, que siendo la
que mejor paga no les da ni el veinte por ciento a las pobres viejas... Yo le
puedo ayudar con buena parte de esa plata mensual, y me toca cerrar los ojos y
tragarme las palabras de que yo no sostengo hijos ajenos, pero es que con La
Ñata es distinto. Una mujer tan verraca y tan buena no se encuentra así no
más...”
MEJOR ASÍ
Siempre lo mismo al abrir los ojos. Deslumbramiento.
Pero no el de la mucha luz de la única ventana, que ataca la retina, sino el de
la gélida sensación de la vida en vano, que encandila el alma; ese resplandor
de la angustia por lo que lo espera. La cachetada de estar a merced de lo que sea
que vaya a pasarle, la insoportable realidad de estar otra vez en sano juicio.
Fija la mirada desquiciada en la mancha de humedad del cielorraso, que parece
una telaraña sicodélica, mientras decide levantarse, o se sienta capaz de
hacerlo... La fatiga del hambre le perfora la boca del estómago y no lo deja
enderezar, y la boca la siente como de piedra pómez. Agua. Se pega de la llave
como de una helada teta metálica. El lavamanos, como todo, vuelto mierda...
En la mesa -único mueble de la pieza
con el taburete de vaqueta peluda y el colchón en el suelo- está abierta la libreta de apuntes al lado
del plato lleno de picadura de cigarrillos y ceniza. Nada sabe de cómo llegó
anoche. No sabe siquiera si estuvo en la mesa antes que en la cama, o si lo
pusieron en ésta quienes lo trajeron, o si llegó solo... De pronto está la respuesta
en la libreta: “En los terrenos sagrados del arte sólo es aceptable la búsqueda
obsesiva de la perfección...” La letra es firme, y suyo el concepto, pero... ¡Qué carajo!, qué importa acordarse de cualquier cosa o de nada. Mejor así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario