miércoles, 22 de febrero de 2017

CASTIGADO II

CASTIGADO II

         Acá estoy otra vez en la mitad del patio, castigado, pero ya no en el colegio de los Hermanos en Manizales. Eso fue el año pasado. Ahora estoy en el centro del patio de una casona centenaria, arrodillado al frente de una virgen de cemento a donde confluyen cuatro andenes empedrados que delimitan sendos jardines típicos de convento. La estatua está sobre una base que forman acuarios de vidrio donde nadan, desentendidas, bailarinas de colores que entretienen un poco el asunto de estarse ahí, ya de noche, hasta que al cura que allí nos tiene le dé la puta gana. También se aligera el castigo si aparece una lagartija, o una de esas culebritas juetiadoras con las cuales juguetear mientras pasa el tiempo eterno.
         Estoy en la mitad del patio interior del edificio principal de ese seminario-internado del cual nos fue a hablar el cura ese con pinta de cachero, de quien dizque me burlé para que me pararan en la mitad del patio ésa vez, cuando nos proyectó un mundo de diapositivas donde se veían canchas, piscina y un ambiente campestre que con la carreta del sacerdote proponían un atractivo lugar, ideal para que quienes tuviéramos inquietudes religiosas y hubiésemos sentido el llamado del Señor, termináramos el bachillerato para seguir la carrera de curas. –Ni preso me voy a estudiar a esa cosa– les murmuré a mis compañeros cuando ya salía el tipo, que me oyó, se volvió y sin mirar a ninguno contestó –dile a tus papás que ni se les ocurra mandarte castigado, que nuestra escuela no es ningún reformatorio– tuteando y confirmando con la vocecita el degenere pervertido que inspiraba. Lo dijo sin mirar a nadie pero fue y me aventó a mí, váyase a saber cómo lo supo, el hijo de puta ese...
         Ahí apareció precisamente en el segundo piso; es el director de disciplina, que como los otros curas han ido saliendo de las penumbras del corredor, como fantasmas, y se dirigen a la rectoría para la frijolada de cada ocho días.
         Así se llama ese conciliábulo académico semanal, llevado a cabo los viernes cuando ya estamos acostados los alumnos (excepto los penitentes de la virgen como yo esta noche), una especie de cónclave en el cual básicamente se decide a quien van a expulsar en este tiro, y otra serie de castigos y penitencias que deciden votando con fríjoles blancos y negros que en secreto meten en una bolsa. De ahí su nombre de banquete paisa.
         Y yo aquí dando papaya. Pasan y me miran con cara de que ya se sabe de quien se hablará más tarde en el concejo… Pero yo sé que no me echan, porque el que sale esta semana es Carmonita, que le sacó navaja al negro Mario. Yo si mucho me gano una llamada a rectoría, o unos ejercicios de álgebra bien culos. Al fin y al cabo no es lo mismo que lo pillen a uno tomando leche condensada en clase, o en cualquier patanería pendeja, que en las vainas de Carmonita y esas otras pintas, que son hasta cuchilleros.
***
         Varios años después de lo que aquí se relata, llamó a mi madre por teléfono su  cuñada para averiguarle la manera de meter a uno de sus hijos menores, –el único de su prole numerosa que no era de los mejores de la clase–, al internado de la Apostólica de Santa Rosa, como lo habían hecho conmigo, para castigarlo por haber perdido el año. –Olvídate de la Apostólica querida– le contestó mi mamá de inmediato. –está comprobado, ¡de allá salen peores!–


martes, 14 de febrero de 2017

CRUZAR EL GRAN CHACO

CRUZAR EL GRAN CHACO

         Hablando del Rally Dakar, en su última versión 2017 la segunda etapa cruzó el Gran Chaco argentino desde Resistencia, cerca de Corrientes, hasta Santiago del Estero. Una de las jornadas más duras según los participantes.
         Nosotros hicimos hace cuatro años una travesía paralela, más al norte, entre Formosa –población fronteriza con Paraguay sobre el rio del mismo nombre–, hasta San Salvador de Jujuy; de oriente a occidente y más de seiscientos kilómetros de carretera, en relativo buen estado y casi una sola recta.
         Si se buscara dónde meterse en Suramérica para que nunca lo encontraran a uno, el sitio ideal no sería ni en el interior de la selva amazónica; ni en las inmensidades patagónicas; ni en el desierto de Atacama; ni en las desoladas tundras andinas de Perú y Bolivia. Yo recomendaría el Gran Chaco, esta extensa región semi desértica de esteros, sabanas y bosques secos que cubre partes de Argentina, Paraguay, Bolivia y Brasil hasta el Mato Grosso; de temperaturas extremas e inverosímiles distancias, deshabitada en general pero donde sobreviven varios pueblos indígenas y algunas poblaciones de colonos –y otras que bien pueden solo existir en el mapa– a lo largo de las vías que lo cruzan horizontalmente.
         La zona de nuestra travesía, el Gran Chaco Central, es la más extrema e inhóspita, cubierta de bosque seco, palmas y humedales donde se crían insectos innumerables y especies salvajes que incluyen manadas de asnos y vacunos, que merodean libremente y que son un gran riesgo para los muy pocos vehículos que recorren las carreteras interminables, trazadas con regla en una sola línea.
         A más de 45 grados de temperatura, con las ventanas cerradas para evitar el viento aún más caliente, sin posibilidades de utilizar el aire acondicionado por no saberse dónde será la próxima tanqueada de combustible,  con la carretera y el paisaje como si estuvieran sumergidos en gelatina transparente, el cielo de una luminosidad irritante salpicado de pequeñas nubes muy blancas, como volutas de humo producidas por la tierra y la humedad que hierven; en estas condiciones, hay que controlar la rutina y la fatiga, siendo estrictos en los turnos al volante y con la debida hidratación, sin importar que las botellas de agua también hiervan. En una de las paradas a echar gasolina debimos mandar al chofer para el asiento trasero cuando lo vimos bajarse del carro como un autómata, al borde del shock, completamente descompensado, váyase a saber desde hacía cuánto tiempo. Habíamos llegado allí con el piloto automático.  
         Años antes habíamos cruzado las sabanas del Chaco Austral, de sur a norte camino a Santiago del Estero, igual de húmedo y caliente pero menos áspero, donde los insectos estripados en el parabrisas obligan a lavarlo permanentemente para mantener la visibilidad.
         A todo esto y más se enfrentaron los intrépidos competidores del Dakar, porque mucho del trayecto lo hicieron por destapado, y en los afanes de la carrera; pero también menos duro, por ser más hacia el sur y porque iban en manada. Nosotros íbamos solos, dos sobrinos y yo en una nanoburbuja Picanto de 1100 cc. para demostrar que aquello que a muchos les parece una locura también es posible. Y maravilloso.





COMIERON ADENTRO


         Comieron adentro, como siempre en la mesita de la cocina, pero sin hablar apenas y cada uno en lo suyo; y apenas contestando La Pispa, que andaba menos estresada, las preguntas y comentarios de la dulce y simpática Maruja, cuyos fríjoles con arroz y con arepa –y a veces con ñapas de chicharrón y tajadas de plátano frito– componían la única dieta desordenada de los muchachos junto con el café pintado, el pan y los buñuelos de Punto y Coma.
Adentro era en el cuartico del fondo donde solamente estaban la mesita, cuatro sillas de plástico y un mesón de metal con lavaplatos y hornilla. Comer afuera sería en la pieza que daba a la calle, alargada como un zaguán con una mesa empotrada en la pared y una sola banca de madera donde comían hasta seis personas entre indigentes, drogadictos, cargadores y rebuscadores del sector.
Los precios son absurdos para la tan buena calidad de la comida que la señora cocina en su casa de Las Palmas y lleva todos los días en un jeep, en dos enormes fondos con la sopa y el arroz y bolsas de plástico con las arepas redondas que contrata con algunas vecinas. Casi todo lo subsidian las Damas de la Caridad, y solo deja un mínimo de las ganancias para ella.
–Qué es lo que sabés vos, Flaquita ¿ah?– le preguntó cuando ya estaban en la calle, más amansado Maduro pasándole el brazo sobre los hombros con delicada ternura. –Ni culo llave ¡no sé ni culo!– le contestó Ágata sin alzar la voz pero soltándose con una imperceptible brusquedad –... quiero saber–.

***

Cada vez encajaban más las cosas para El Profe y ataba mejor los cabos a medida que se le iba acercando a la Galemba, y en cuanto oía los cuentos y las andanzas de sus nuevos parceros, con quienes evitaba andar o mostrarse, para así cuidar su casi invisibilidad en el ambiente lleno de recelo, de intrigas, de sospecha, de gazapera social en sus formas más groseras y primitivas. Iba siempre solo a comer y no salía apenas del apartamento. 

No quería enterarse de los planes ni las intenciones de nada, pero tampoco quería perder detalle de las cosas después de sucedidas. Quería saberlo todo pero se cuidaba no solamente de involucrarse sino de lo que pudiera tomarse como complicidad. –Noo, pinticas, a mí no me enreden en eso de ustedes tan miedoso. Cuenten conmigo para las que sean, pero no me metan en sus cagadas. No quiero saber en qué andan, o detrás de qué. Yo no sé nada, pirobitos. Ni sé, ni veo, ni entiendo– Les dijo cuando llegaron y le empezaron a hablar de Matiz y de lo de la noche esa donde Romano, cuando conoció a Maduro, primero que a las peladas cuando ni  siquiera La Pispa había “llegado”, noche de hacía por ahí seis meses y de la que no había ni dicho ni oído una sola palabra hasta ahora, que le llegaban dizque con esa pelea de pareja, o mejor de trío, con la frescura de si estuvieran en una malparida telenovela.

martes, 7 de febrero de 2017

SE LEVANTÓ A LAS OCHO

         INFORME:
      Se levantó a las ocho después de leer un rato. Antes de hacerlo encendió el radio portátil sobre la mesita de noche. Se puso la bata de baño y salió al sanitario del final del corredor. Regresó a la habitación y tendió toallas alrededor del lavamanos. Se desnudó y empezó a asearse sacando agua caliente con una esponja que untaba de jabón para estregarse cuidadosamente. Se secó y se sentó a vestirse luego de escoger la ropa en el escaparate de madera. Ya vestido se paró, organizó las cosas en el nochero y el escritorio, se metió algunas en los bolsillos, apagó el radiecito y salió. Conversó unas palabras con el hombre de la recepción, echó una mirada a los titulares de los diarios sobre el mostrador y entregó la llave para dirigirse al ascensor de reja en el estrecho descanso de la escalera. Ya abajo cruzó el oscuro vestíbulo y salió a la calle abriendo con dificultad la pesada puerta de hierro. Se dirigió al bar de la esquina, en el mismo edificio de la pensión, y se acomodó, sin sentarse, en el extremo de la barra ocupada por varios clientes ordinarios. Saludó a todos y pidió café con hojaldres que comió despacio mientras miraba el periódico que le pasaron sin pedirlo.                

      Salió y comenzó a caminar por la Via Laietana en dirección al mar. Debió esperar contra la reja de la placita Berenguer mientras pasaba animadamente un grupo de turistas orientales que bajaba de uno de los muchos autobuses parqueados. Siguió hasta la esquina de Jaume I y esperó a que se pusiera el semáforo para cruzar la vía congestionada. Al otro lado se detuvo a mirar los titulares en el kiosco de revistas, compró lotería en la mesita de los ciegos y se encaminó por la animada Carrer de L’Argenteria hacia Santa María del Mar. Caminaba despacio por el centro de la angosta vía, parando con frecuencia a curiosear los negocios de uno y otro costado, y en especial las vitrinas de las tiendas de comestibles de los africanos y los antiguos almacenes de especias importadas y café. En los cruces de los callejones se quedaba mirando con detenimiento las cotidianas escenas domésticas en los portones y balcones de las añosas construcciones, y en ocasiones se desviaba por alguno de aquellos para volver a la ruta luego de algunos rodeos por los laberínticos pasajes. Llegó a la iglesia y le dio la vuelta muy despacio, deteniéndose varias veces a mirar algunos detalles con los binoculares, y en dos ocasiones a hacer anotaciones. Observó del interior  lo que pudo a través de las entradas principales, sin subir los escalones de piedra al frente de cada una de las tres grandes puertas, en el atrio y en los costados, y pasó a tomarse un café en uno de los bares al aire libre de la pequeña plaza. Así estaba, saboreando con deleite la  infusión reconfortante y mirándolo todo; cuando la vio.

miércoles, 1 de febrero de 2017

PRECISAMENTE AHÍ


PRECISAMENTE AHÍ

         –Usted qué estaba haciendo donde ese tipo, Flaca– le preguntó Maduro sin saludarla y abriéndole los ojos. –¿Donde cuál tipo? Nada...– Le contestó Ágata haciéndose la boba mientras le desenredaba una ramita que tenía La Pispa en el pelo.          
         Llevaban un rato buscándola hasta que la vieron salir de la carnicería de Matiz y la alcanzaron en la esquina de arriba. Los saludó sin emoción y no se inmutó con el agite y la pregunta de Maduro.
         –¡Cómo que nada! Flaca, ¡cómo que nada! ¿Usted no sabe quién es ese hijueputa?– Nunca lo habían visto así, a semejante fresco –Relajado papito, deje el azare, no pasa nada, a lo bien... tengo un hambre la verraca. Ustedes qué ¿vamos donde Maruja?–

***

         Muchas cosas se decían de la zona.
         Se decía que las proxenetas comenzaban sus labores de adiestramiento con menores de ocho años, y que niños y niñas de diez a doce no sólo ejercían la prostitución, sino que eran adictos al alcohol y a cuantas otras sustancias se consumían en sus casas, o en la calle y más oficialmente en los prostíbulos y sopladeros.
         Se decía que los hijos se negociaban en las esquinas como en una compraventa de ganado. Que mucha de la carne que se vendía en forma de pinchos y albóndigas en las ollas humeantes de los andenes provenía de niños que se habían rebelado, o que por su apariencia no prometían un buen futuro en el negocio desbocado del sexo y de la droga.
         Se decía que por la plata que costaba un paquete de cigarrillos ordinarios se podía morir destajado a barberazos. Que los traficantes de órganos humanos compraban la mercancía escogiéndola de campesinos que bebían desprevenidos en las cantinas.
          Se sabía que por encima de los grandes capos de los abastos, que ganaban por cada naranja y cada junco de cebolla que llegaba al mercado, y que recibían más de la mitad de las míseras ganancias de los miles de vendedores informales; y que por encima de la poderosa mafia del sexo callejero, que manejaba cientos de hombres y mujeres que trabajan las 24 horas de los siete días y de peso en peso proveen inmensas ganancias a los chulos a quienes pertenecen, como cosas, y quienes apenas les dejan con que medio alimentarse a ellos y sus proles; esto mientras les dejan los hijos numerosos antes de quitárselos para volverlos al círculo vicioso de la ignominia. Y que por encima de la misma megamafia del narcotráfico, que maneja cada centavo que produce el comercio clandestino desde el pegante industrial hasta las más sofisticadas drogas sintéticas; por encima de todas, silenciosa y casi invisible, estaba la siniestra mafia, compuesta de unos cuantos, muy pocos, de órganos y de la muy preciosa y valorada grasa humana.  
         Y ese espeluznante súper negocio, al igual que el del sicariato, en el cual nada pasaba sin su intervención, lo manejaba desde una discreta carnicería desapercibida entre las demás, un personaje diabólico que no tenía cara de nada, un gordo monito con rasgos de niño y delantal blanco impecable.

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Y precisamente ahí, en lo más tenebroso, donde ni los más atravesados ni los más braveros se atrevían a meter las narices, en aquella pocilga del horror se había ido a meter La Flaquita en su temeridad pasmosa, como si nada.