CASTIGADO II
Acá estoy otra vez en la mitad del
patio, castigado, pero ya no en el colegio de los Hermanos en Manizales. Eso
fue el año pasado. Ahora estoy en el centro del patio de una casona centenaria,
arrodillado al frente de una virgen de cemento a donde confluyen cuatro andenes
empedrados que delimitan sendos jardines típicos de convento. La estatua está
sobre una base que forman acuarios de vidrio donde nadan, desentendidas,
bailarinas de colores que entretienen un poco el asunto de estarse ahí, ya de
noche, hasta que al cura que allí nos tiene le dé la puta gana. También se
aligera el castigo si aparece una lagartija, o una de esas culebritas
juetiadoras con las cuales juguetear mientras pasa el tiempo eterno.
Estoy en la mitad del patio interior
del edificio principal de ese seminario-internado del cual nos fue a hablar el
cura ese con pinta de cachero, de quien dizque me burlé para que me pararan en
la mitad del patio ésa vez, cuando nos proyectó un mundo de diapositivas donde
se veían canchas, piscina y un ambiente campestre que con la carreta del
sacerdote proponían un atractivo lugar, ideal para que quienes tuviéramos inquietudes
religiosas y hubiésemos sentido el llamado del Señor, termináramos el
bachillerato para seguir la carrera de curas. –Ni preso me voy a estudiar a esa
cosa– les murmuré a mis compañeros cuando ya salía el tipo, que me oyó, se
volvió y sin mirar a ninguno contestó –dile a tus papás que ni se les ocurra
mandarte castigado, que nuestra escuela no es ningún reformatorio– tuteando y
confirmando con la vocecita el degenere pervertido que inspiraba. Lo dijo sin
mirar a nadie pero fue y me aventó a mí, váyase a saber cómo lo supo, el hijo
de puta ese...
Ahí apareció precisamente en el segundo
piso; es el director de disciplina, que como los otros curas han ido saliendo
de las penumbras del corredor, como fantasmas, y se dirigen a la rectoría para
la frijolada de cada ocho días.
Así se llama ese conciliábulo académico
semanal, llevado a cabo los viernes cuando ya estamos acostados los alumnos (excepto
los penitentes de la virgen como yo esta noche), una especie de cónclave en el
cual básicamente se decide a quien van a expulsar en este tiro, y otra serie de
castigos y penitencias que deciden votando con fríjoles blancos y negros que en
secreto meten en una bolsa. De ahí su nombre de banquete paisa.
Y yo aquí dando papaya. Pasan y me
miran con cara de que ya se sabe de quien se hablará más tarde en el concejo…
Pero yo sé que no me echan, porque el que sale esta semana es Carmonita, que le
sacó navaja al negro Mario. Yo si mucho me gano una llamada a rectoría, o unos
ejercicios de álgebra bien culos. Al fin y al cabo no es lo mismo que lo pillen
a uno tomando leche condensada en clase, o en cualquier patanería pendeja, que
en las vainas de Carmonita y esas otras pintas, que son hasta cuchilleros.
***
Varios años después de lo que aquí se
relata, llamó a mi madre por teléfono su
cuñada para averiguarle la manera de meter a uno de sus hijos menores,
–el único de su prole numerosa que no era de los mejores de la clase–, al
internado de la Apostólica de Santa Rosa, como lo habían hecho conmigo, para
castigarlo por haber perdido el año. –Olvídate de la Apostólica querida– le
contestó mi mamá de inmediato. –está comprobado, ¡de allá salen peores!–
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