CRUZAR EL GRAN
CHACO
Hablando del Rally Dakar, en su última
versión 2017 la segunda etapa cruzó el Gran Chaco argentino desde Resistencia,
cerca de Corrientes, hasta Santiago del Estero. Una de las jornadas más duras
según los participantes.
Nosotros hicimos hace cuatro años una
travesía paralela, más al norte, entre Formosa –población fronteriza con
Paraguay sobre el rio del mismo nombre–, hasta San Salvador de Jujuy; de
oriente a occidente y más de seiscientos kilómetros de carretera, en relativo
buen estado y casi una sola recta.
Si se buscara dónde meterse en
Suramérica para que nunca lo encontraran a uno, el sitio ideal no sería ni en el
interior de la selva amazónica; ni en las inmensidades patagónicas; ni en el
desierto de Atacama; ni en las desoladas tundras andinas de Perú y Bolivia. Yo recomendaría
el Gran Chaco, esta extensa región semi desértica de esteros, sabanas y bosques
secos que cubre partes de Argentina, Paraguay, Bolivia y Brasil hasta el Mato
Grosso; de temperaturas extremas e inverosímiles distancias, deshabitada en
general pero donde sobreviven varios pueblos indígenas y algunas poblaciones de
colonos –y otras que bien pueden solo existir en el mapa– a lo largo de las
vías que lo cruzan horizontalmente.
La zona de nuestra travesía, el Gran
Chaco Central, es la más extrema e inhóspita, cubierta de bosque seco, palmas y
humedales donde se crían insectos innumerables y especies salvajes que incluyen
manadas de asnos y vacunos, que merodean libremente y que son un gran riesgo
para los muy pocos vehículos que recorren las carreteras interminables,
trazadas con regla en una sola línea.
A más de 45 grados de temperatura, con
las ventanas cerradas para evitar el viento aún más caliente, sin posibilidades
de utilizar el aire acondicionado por no saberse dónde será la próxima
tanqueada de combustible, con la
carretera y el paisaje como si estuvieran sumergidos en gelatina transparente,
el cielo de una luminosidad irritante salpicado de pequeñas nubes muy blancas,
como volutas de humo producidas por la tierra y la humedad que hierven; en
estas condiciones, hay que controlar la rutina y la fatiga, siendo estrictos en
los turnos al volante y con la debida hidratación, sin importar que las
botellas de agua también hiervan. En una de las paradas a echar gasolina
debimos mandar al chofer para el asiento trasero cuando lo vimos bajarse del
carro como un autómata, al borde del shock, completamente descompensado, váyase
a saber desde hacía cuánto tiempo. Habíamos llegado allí con el piloto
automático.
Años antes habíamos cruzado las sabanas
del Chaco Austral, de sur a norte camino a Santiago del Estero, igual de húmedo
y caliente pero menos áspero, donde los insectos estripados en el parabrisas
obligan a lavarlo permanentemente para mantener la visibilidad.
A todo esto y más se enfrentaron los
intrépidos competidores del Dakar, porque mucho del trayecto lo hicieron por
destapado, y en los afanes de la carrera; pero también menos duro, por ser más
hacia el sur y porque iban en manada. Nosotros íbamos solos, dos sobrinos y yo
en una nanoburbuja Picanto de 1100 cc. para demostrar que aquello que a muchos
les parece una locura también es posible. Y maravilloso.
COMIERON ADENTRO
Comieron
adentro, como siempre en la mesita de la cocina, pero sin hablar apenas y cada
uno en lo suyo; y apenas contestando La Pispa, que andaba menos estresada, las
preguntas y comentarios de la dulce y simpática Maruja, cuyos fríjoles con arroz
y con arepa –y a veces con ñapas de chicharrón y tajadas de plátano frito–
componían la única dieta desordenada de los muchachos junto con el café
pintado, el pan y los buñuelos de Punto y Coma.
Adentro era en
el cuartico del fondo donde solamente estaban la mesita, cuatro sillas de
plástico y un mesón de metal con lavaplatos y hornilla. Comer afuera sería en
la pieza que daba a la calle, alargada como un zaguán con una mesa empotrada en
la pared y una sola banca de madera donde comían hasta seis personas entre indigentes,
drogadictos, cargadores y rebuscadores del sector.
Los precios son
absurdos para la tan buena calidad de la comida que la señora cocina en su casa
de Las Palmas y lleva todos los días en un jeep, en dos enormes fondos con la
sopa y el arroz y bolsas de plástico con las arepas redondas que contrata con
algunas vecinas. Casi todo lo subsidian las Damas de la Caridad, y solo deja un
mínimo de las ganancias para ella.
–Qué es lo que
sabés vos, Flaquita ¿ah?– le preguntó cuando ya estaban en la calle, más
amansado Maduro pasándole el brazo sobre los hombros con delicada ternura. –Ni
culo llave ¡no sé ni culo!– le contestó Ágata sin alzar la voz pero soltándose
con una imperceptible brusquedad –... quiero saber–.
***
Cada vez
encajaban más las cosas para El Profe y ataba mejor los cabos a medida que se
le iba acercando a la Galemba, y en cuanto oía los cuentos y las andanzas de
sus nuevos parceros, con quienes evitaba andar o mostrarse, para así cuidar su
casi invisibilidad en el ambiente lleno de recelo, de intrigas, de sospecha, de
gazapera social en sus formas más groseras y primitivas. Iba siempre solo a
comer y no salía apenas del apartamento.
No quería
enterarse de los planes ni las intenciones de nada, pero tampoco quería perder
detalle de las cosas después de sucedidas. Quería saberlo todo pero se cuidaba
no solamente de involucrarse sino de lo que pudiera tomarse como complicidad.
–Noo, pinticas, a mí no me enreden en eso de ustedes tan miedoso. Cuenten
conmigo para las que sean, pero no me metan en sus cagadas. No quiero saber en
qué andan, o detrás de qué. Yo no sé nada, pirobitos. Ni sé, ni veo, ni
entiendo– Les dijo cuando llegaron y le empezaron a hablar de Matiz y de lo de
la noche esa donde Romano, cuando conoció a Maduro, primero que a las peladas
cuando ni siquiera La Pispa había
“llegado”, noche de hacía por ahí seis meses y de la que no había ni dicho ni
oído una sola palabra hasta ahora, que le llegaban dizque con esa pelea de
pareja, o mejor de trío, con la frescura de si estuvieran en una malparida
telenovela.
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